martes, 24 de febrero de 2009

Sifones de vidrio antiguo


(Por Hipotálamo)
Sólo quiero que se vayan. Hace días que no duermo. Es mi lengua que sangra. Creo que es una ampolla así que le pediré socorro a Flora. Pasamos la noche del sábado juntas y sus caderas como colchón no compensarán mi cálida compañía. No me quejo de sus atenciones (sé que fue sábado). Mi molestia pasa porque esta noche no voy a limpiar el borde del anís que mi señora destila. Al primer sorbo va a nacer la llaga y volveré a esa tarde en la librería, después de buscar los autores del último anaquel. Era una pareja de estudiantes que tocaba los relieves de cuerina. Ella hurgó su espalda (le encantaban las porosidades) hasta vencerle su masculinidad en puntas de pie y me rozó con la pana gastada. Cada vez que me tocan sin mi permiso me irrito hasta el deseo de oler la tintura de las permanentes, de orinar los primeros diarios del domingo (lo hago), de desinflar a mordiscos las bolsas de consorcio, de rayar los techos de los largos coches negros. Cuando me relajo, pienso en alguna anécdota, cuento la de la librería, pero el tiempo pasa tan lento como ellos, que ahí vuelven, debatiéndose el nombre de sus hijos, que serán tres, dos mujercitas y un varón, en pocos años, para que crezcan juntos, mi amor.
Mi madre me escupió una noche de agosto después de jurarme calor. No me esperaba que por un techo permitiría nuestra venta (la mía y la de mi hermano) y sólo la veríamos cuando nos retara por no sonreír en la plaza, los domingos, porque no dábamos volteretas para que las niñas, las dos mujercitas, lloraran si no nos llevaban con ellos. Una, la más fea, quiso tocarme a través de las rejas y bastó que le rasguñara la palma para que me dejara en paz. El castigo no fue tal: me patearon el lomo y huí entre las sandalias de los turistas (ya era septiembre) hasta la fuente abandonada de grafitis, de cartones de vino y de sostenes colgados en el corazón de Recoleta. Admito que con el tiempo me acostumbré a presumir mi lugar de residencia hasta que los amantes comprobaron la realidad (uno dejó dinero para que arregláramos las baldosas y ese fajo generoso se convirtió en una fiesta de la que poco recuerdo). Esa madrugada, el chisme sobre mi promiscuidad había llegado hasta los oídos de Flora, que se quitó la bata de lunares amarillos y persiguió el ronroneo de Rocha bajo la resolana de Libertador. Ahí estaba yo, despatarrada, con las uñas carcomidas porque estaba segura de que no me había cuidado... Mis muslos me recordaron mi ayuno forzado desde el último espionaje a los encargados de los edificios. En algunas cajas habían sacado libros, en otras témperas; ninguna guardaba una lata entreabierta (cuidado, la llaga). Así que lo primero que hizo Flora fue destapar la petaquita y rociarla sobre un arroz con leche y limón. Sentí el juicio mientras comía pero si habían venido a buscarme no era por mis ademanes públicos. Fumaron hasta mi último sorbo y me despidió el insulto de un artista sin pulso para el aerosol.
Un círculo pintado en azul firmaba el vientre de la primera estatua donde descansé. Había sido esculpida en mármol y representaba el IV tiempo de la VI sonata de Beet… (otro rastro de azul). Estaba rodeada de árboles empapados de agua y verde, de troncos tallados y ladrillo triturado, de plantas escritas en latín y apellidos de músicos que no escuchaba desde que fui parida. No podía pedir más o eso pensaba hasta que la elección de la clientela me nubló como este cielo y me dio impunidad y manejo sobre el precio de otras compañeras. Habían sido las primeras en llegar con sus tazones de aluminio y quién se creía esta para venir con sus aires de barrio caro para que la señora Flora nos deje acá tiradas y la invite un sábado a su falda, cuando sabe que es la noche de más trabajo porque los turistas beben todo lo que les permite la devaluación y si despiertan llevarán grandes botellas de agua en sus grandes mochilas cargadas por sus grandes espaldas. Justo él, cuando vio que su mujer anunciaba el escándalo, la sacó del bar. Soportó los insultos en inglés y el portazo al taxi. Se bajaron a las seis cuadras y subieron dos pisos. El llanto entre columnas de baba se produjo porque él no quería hijos y por los golpes que motivaron la burla de su virilidad. A la mañana, luego de dos tazas de café, dolorida en el pómulo izquierdo, había tomado el pasaporte pero no se fue hasta que él despertara. Demoraba cada acción, cada sorbo, cada garabato de despedida, cada juego de medias. Iba por los regalos que habían comprado juntos (unos sifones de vidrio antiguo) cuando le sacudió el talón y le dijo que se iba para no verlo más. Prendió un cigarrillo y la despidió. La resaca alteró la seguridad de la escena y se tiró sobre su torso, implorándole perdón, tragando una pastilla anticonceptiva, tarareando a Brahms, con planes trillados, como visitar tumbas en Hungría, pero que no la deje, que sola no puede, que sabe que tiene un problema, pero que sin él nada tiene sentido, ni el nombre de sus hijos, que serán tres, dos mujercitas y un varón, en pocos años, no, cuando vos quieras, mi amor.
La reconciliación fue patética, con besos incómodos (la menta no había aplacado el vaho de tónica) y abrazos largos, siempre con ella sin resistencia en las rodillas, en puntas de pie, aferrada a sus hombros, como un peso. Hasta que vinieron a visitarnos ella tragó su orgullo, le cocinó, le quitó las medias, le sonrió como le sonríe cuando señala la cama, se desnudaron, la trató como Rocha me había tratado la primera noche y se vistieron para aprovechar las horas de la tarde. Cerrábamos a las seis, faltaba poco, ya se habían ido los escritores que nos analizaron y el abuelo que todos los días empezaba la misma novela. Nadie solía entrar cerca del cierre y creí que Flora había sido clara al respecto, pero ahí venían, corriendo, de la manito. Habían convencido al estúpido de la puerta para que los dejara pasar. Le pedí a Flora que le revisara los bolsillos, pero no me hizo caso. Si son turistas van a llevarse algún recuerdo, un árbol o la estatua, qué importa, si ya está pintada y tiene la nariz borrada por los vándalos que nos asaltaron una madrugada. Todas dormíamos y nunca hubiéramos pensado que nuestra leche iba a ser tan buscada. Rocha vino con la novedad de la falta de lácteos en la ciudad. A partir de ese momento empezaron a darnos agua (imploraban que los turistas dejaran un poco) y el atún era un lujo relegado a los cumpleaños. De alcohol ni hablábamos: pusieron tope horario a la venta pero no al precio. De repente el anís de Flora era lo mejor de la cena y quienes bebíamos compartíamos el gusto entre incómodos besos con lengua. Fue cuando Mortimer se tiró sobre mí hasta doblegarme. Trataba de quitármelo de encima cuando sentí el crujir de las hojas. Se avecinaban como notas de piano, escuché el nombre de la primera hija, una risa, el rumor del viento, se levantó la pollera y el puntapié salpicó mi tapa con leche, tibia, para calmar este insomnio.

7 comentarios:

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