lunes, 15 de marzo de 2010

Humedad

(Por Hipotálamo)
El pene eyacula. Rápidamente tomamos aire, pensamos en referencias al pene. Como pene, tan doctor, tan bájese el pantalón; como pija, tan vulgar, tan papito; o como pito, tan infantil, tan a ver.
El pene eyaculó. El pene late. No así el cuerpo, tradicionalmente ajeno a pelvis y extensiones.
Eyaculado el pene, nace un río de hormigas. Crece sobre las aguas del músculo pensado para la cartera de la dama o, si cambia de canal, el bolsillo del caballero.
El pene orina.
Previo al orín, un breve manantial había emergido. La mano soltó el pene y abrió la canilla. Nadaron milímetros de orina por el canal púbico.
El pene orinó. Varias hormigas acompañaron la travesía. Algunas eran cobrizas, otras rojas, pocas negras. Todas fueron ahogadas en el inodoro, víctimas de un chorro tan potente que el papel higiénico secará la tabla.
El papel comparte el destino fatal de las hormigas. A medida que la orina se despide del pene, la mano que no sujeta el pene pulsa un botón y el papel acompaña el mareo, como si desconfiara de pasar a esa vida de alcantarillas, bajo tierra, recipiente de todas las descargas de todos los habitantes de una ciudad que es Buenos Aires, cercana a otras ciudades que no son Buenos Aires.
El papel ya mareado ha remoloneado hasta que débil, sin la pinta de la textura seca, se hizo humedad, desintegrándose, sin energía para el último grito, ya silenciado por la cadena, ya espectro. Adiós, papel. Gracias, papel.
Algunas hormigas sobreviven a semejante agonía. Como si se hubieran comprimido en otro formato (en un formato no hormiga, por ejemplo) regresan al nacimiento de aquel río. Palpan el alivio cuando un susto por el grito del calefón o una risa por la cosquilla del sacudón las revuelve, las agita hasta subirlas al pecho, dejándolas navegar sobre las costillas, ordenándoles el saludo a los riñones, qué se piensan.
Cansadas del viaje, las hormigas dejan sus pertenencias instalándose en la espalda del dueño del pene, una elección coherente con el trajín del dueño de un pene que, recordemos, eyaculó y orinó.
Fresco, el dueño del pene vuelve a la cama, se acuesta boca arriba, aplastando a las hormigas sin dañarlas. Pícaras hormigas, eligieron una zona confortable por tacto y temperatura, cómplice del colchón, en pleno roce con las sábanas limpias, como las de un sábado a la mañana de una ciudad hermosa que es Buenos Aires, cercana a otras ciudades hermosas que no son Buenos Aires.

jueves, 11 de marzo de 2010

(Por Hipotálamo)
Son palabras al azar, mientras el cigarro une boca, el humo ahoga nariz, entrecierra ojos mirones, tibios ante las teclas hundidas, imponderable bodrio sonoro, como si cada letra fuera igual y necesitara soplarse tres veces seguidas para reavivar la brasa cuando piensa si brasa es con ese o con zeta, apenas un detalle comparado a lo que viene detrás de la hoja en blanco, incierto mantel salpicado de manchas negras delgadas, círculos, colas, mástiles y tajos, porque se cuelan dos hombres metidos con la muerte de alguien, y lo que parece incomodidad en el público es la energía del aparato, toma aire, el humo se pierde por los pocos huecos libres desde que batería, pen-drive, cds y banda ancha son palabras, abreviaturas, sin necesidad de aclaración, como si pensaras en las palabras que usamos sin cuestionamiento y fueran aceptadas de la misma manera por quienes las leen, una pérdida del mensaje, una bifurcación del contenido de todas maneras comprendido por las fallas de ambos polos, como si naif o snob fueran lo mismo y cuando alguien las pronuncia, aunque se refiera a la otra, la cabeza aprobara con el típico meneo de arriba abajo, de arriba abajo y claro, claro.

miércoles, 3 de marzo de 2010

Se anuncia el arribo

(Por Hipotálamo, o’clock)
Estoy sentado sobre el suelo de un parque redondo como un reloj de pared (redondo). Como acostumbro ocupo el centro, convirtiéndome en el eje del cual se sujetan las dos agujas que dan la hora. La aguja que responde al segundero está allá abajo, cerca de un árbol. Si alzo la vista con el cuello erguido miro las doce en punto. A partir de ahí basta que gire mi cabeza con sus ojos para identificar desde dónde me llegan los sonidos. Trato este tema porque mi atención se centra en la lectura de la novela Crónica del pájaro que da cuerda al mundo hasta que a las tres y diez o a las dos y cuarto aparecen los acordes de la guitarra de Eugenia. No existe diferencia horaria entre el mundo Eugenia y el mundo Alfredo, sólo que no sé cuál aguja responde a la hora y cuál a los minutos. La proximidad física de Eugenia (unos trece centímetros) influye para que su do sostenido sea el primero del relato. El resto de los adeptos al aire fresco se encuentra a distintas distancias.
No poseo cualidades acústicas extraordinarias. Por eso me intriga cómo el murmullo del río que vive entre las nueve menos cuarto y las tres menos cuarto suena más que el grito de una niña de tres años cuando cayó por las rocas de la orilla (o sea más cerca que el río) a las once menos cinco. A mi izquierda, tres ciclistas suben desde las siete y media o seis y treinta y cinco hasta las diez menos diez, no encuentran sombra y se vuelven por donde vinieron. Otro niño de camisa azul amenaza tirar una piedra a las dos y veinte o cuatro y diez pero la deja bajo su pie cuando la madre lo reta desde las cinco y veinticinco. Hablando de arribos, un avión pasa por encima de todos sin hora fija: nace a eso de las ocho menos veinte y desaparece a las doce y cinco o una en punto. Entre los acordes de Eugenia, un momento Disney en vivo: a las cinco y media o seis y veinticinco, nene y padre anglosajones: “dad, look at the butterflies!”, “yes, son, they’re landing on the flowers”, “woooow!”.
Al rato (qué es un rato, cinco, tres minutos...) una beba aprende a caminar y lo anuncia a balbuceo limpio a las dos y cuarto o tres y diez, se cae, llora, y vuelve a empezar desde las dos en punto o doce y diez. Detrás del rasguido de Eugenia y un insulto por la cuerda y el puente que lo parió un tal William es llamado por una madre (no se me ofenda, señora) sin cara de saber qué es una butterfly. Las hijas la callan con mirada ay, mamá, a las tres y veinte o cuatro y cuarto. Qué pasa detrás del eje, a eso de las seis y media, es una buena pregunta: hay cinco bancos ocupados por siete personas, una duerme, cuatro toman sol y dos contemplan el río. Cuando un muchacho mete un gol y le grita a su novia si vio cómo pasó el arquero son las diez menos veinte u ocho menos diez. Hasta que por fin Eugenia canta y los sonidos empiezan a callarse. Uno a uno se acerca, pide permiso, salta el par de agujas y toma asiento. La música de la tarde se escucha desde las nueve menos diez o diez menos cuarto hasta las cinco y veinticinco, donde seguía la madre, explicando cómo con una piedra podés lastimar a alguien, mi amor.