lunes, 27 de julio de 2009

A la cama con Fernando


(Por Hipotálamo)
A las seis y veinte de la tarde del tercer domingo del mes la cama extraña horrores a Fernando. Fue abandonada al mediodía, apenas reconstruida, con el apuro de quienes no salieron anoche y se visten y perfuman para que el fin de semana no sea tanto jogging, medias y diario, diario. La cama esperó que Fernando eligiera ese pantalón que luce cuando los amigos del golf se lo llevan a la Costanera, lejos, a una hora, para comenzar a chuparse como si el colchón tuviera un embudo y la goma espuma fuera de arena. La succión asustó a la almohada que saltó hasta quedar del lado frío, la sábana trepó desde abajo hasta la frazada y juntas generaron una comba en el cubrecama, un paréntesis tan logrado que daba la sensación de que la pierna derecha de Fernando descansaba en lugar de acompañar el swing contra el hoyo nueve.
Los sueños de la cama eran insoportables, sólo se hacían realidad cuando Fernando caía en mocos y sudor, con tres días de reposo y una pastilla cada ocho horas. Pero Fernando estaba tan contento con su golf que siguió de pie para preparar la merienda, se sentó para buscar departamentos, volvió a pararse para ir a comprar la cena y buscó el sillón para unas partidas de generala. Cuando se acordó de ser horizontal ya era de madrugada, giró la almohada (me vengaré, maldito), pateó el ángulo de la punta para quitarse las medias y, como si el colchón hubiera perdido peso, recién se durmió por un libro que esconde la fórmula del primer millón (secuela de Padre rico, padre pobre, Piedra roca, Podré ¿podré?) Luego de tres páginas, cerró los ojos con llave, apoyó la mano derecha sobre el pecho y dejó caer la mandíbula para dejarme oír de su boca los rumores del sueño, ronquidos pausados si pensaba en la novia o acelerados si se perdía otra vez en las liquidaciones de las tiendas San Juan. Cuando el locutor dio aviso de que aquel niño, Fernandito, cinco años, esperaba a su mamá en la administración y ella lo recuperaba en llanto, el pecho de este hombre, Fernando, veinticuatro, recuperó el zumbido.
Bajo el picaporte de la vigilia Fernando respira un mundo único que hierve desde debajo de su pelo hasta adentro de sus pies (ya sin medias). Si ahora lo miro es porque el insomnio me gobierna. No quiero asustarlo, pero cuando me acerco él cierra tanto sus ojos que la sien se le llena de pliegues y su boca se estira como si su remate hubiera besado el poste. Casi gol de San Lorenzo. Fernando desconoce que sólo yo veo esa imagen (y la de la pelota que pasó muy cerca). Hasta que camine con un espejo por delante, nunca sabrá cómo mira a una mujer, cuál pie pisa mejor, sol o sombra, tarareo o silbido, caca de perro o qué linda la mesita del balcón. Cuando esté dormido, tampoco será espectador de su cuerpo. Sólo basta que yo tome una navaja y le separe los párpados, despacito, con pañuelos de limón, para que no llores, hermano de mi alma.
A las ocho menos diez de la mañana del cuarto lunes del mes la cama volvió a sentir el abandono, Fernando sacó la llave, despegó la espalda y abrió el celular-alarma de música pop. Ya despierto, se lavaba los dientes y canturreaba el estribillo.

martes, 21 de julio de 2009

Flash


(Por Hipotálamo)
He decidido abrigarme sin ropa. Reniego de las pieles de la madre y de las corbatas del padre. Este viento siempre se cuela entre las mangas y altera el jopo de cenizas. La sesión de fotos está por empezar y cuando la vestuarista insiste si posaré así mis ojos le responden. La lente de la cámara irrita más mi mirada hasta pedir un cuarto intermedio para entrar a la óptica: no preciso más aumento, doctor, sólo engrose los marcos de carey.
Fiel a la copia masculina familiar, soy lampiño, lo cual es una ventaja con mujeres coquetas, pero una desgracia en estas decisiones de revista. Apenas un manojo de pelos cubre la quijada y otro tanto la mandíbula. Con el jopo revuelto queda bien, o al menos así me consuelan cuando pinto algo desalineado para el living. Mis problemas de pulso comenzaron cuando compré unos guantes de hule. El vendedor juró que el uso cotidiano los amoldaría al tamaño de mis nudillos, pero una vez llovió y los dejé cerca del horno.
Para probar mi valentía he decidido cambiar la bufanda de rombos escoceses por columnas de humo azul. Braman los pulmones, lo sé, doctor, pero cada pitada es calor. Ahora que lo pienso, nadie atiende a los fumadores sociales que giran en las esquinas, acostados bajo el baúl de los autos. Mientras cambiaban de rollo chocaron a un abogado y huyeron. Al juicio lo ganó desde la cama: bastó que comprobara las marcas del neumático. A mí, por lo pronto, no hay caucho que calme el crujir de los tobillos. Así que ando descalzo, despreocupado de los vidrios del fin de semana. En las pantorrillas la tinta negra de los tatuajes se convirtió en un cuero verdusco y la cara de mis padres quedó como la de mis abuelos.
Pasearse desnudo por las calles, por más que la medicina me ampare, no es tan cómodo como parece. Ni siquiera un amigo del Caribe me entiende. Por eso antes de completar mi decisión, les dediqué un tiempo a la zona de las caderas. ¿Hojas de parra? Confusiones bíblicas. ¿Polleras de cartón? Clases bajas. Pensé en cáscaras de alguna fruta. Será porque el recuerdo de una tía, acostada para que ceda el oxford, vuelve seguido con sus insultos a la celulitis o, como indica la tapa de la revista, a la piel de naranja. Claro que probé naranjas, algunas mandarinas, pocas veces un pomelo. Nada tienen que hacer contra un sorbo de coñac. Supe que faltaba un trago seco cuando me cubría ante cada disparo. Vencida la inhibición, llegó el policía. Simpático el hombre, escuchó mi historia. Comprendió quién era Luis Uzcategui, amigo de la familia, psiquiatra de profesión.