miércoles, 25 de noviembre de 2009

Todos los fuegos, el fuego


(Por Hipotálamo)
Si abrís la boca se te cae el cigarrillo. Un Commander, ¿verdad? ¿Por eso no hablás? Si lo pensás bien, serviría para pedirme fuego. No, no me vengás con que qué vas a hacer, que sos como tu vecina, una mujer de satén rojo llegada desde un museo de Madrid. Podés contarme sobre qué hablan cuando me duermo. ¿Le susurrás el capítulo siete? Algo te conozco así que entre los dos puse un mapa de Londres con letra de Nadia, encantada con la transcripción de tus viajes en ascensor hasta que olvides la hipoteca y la religión. “Oh, hazme una máscara”, citabas al inicio de aquel relato. ¿Eso es? En todo caso, necesitás una máscara de espejos así profundizás sobre Johnny. La que usás en blanco y negro no me convence. Apenas se destaca tu rostro gris cortado por el cigarrillo que sigue sin caerse (un Commander, ¿verdad?) Ahora que te miro bien, me gusta la arruga entre tus cejas, como un tajo de interrogantes. Algo parecido me pasa con tu mandíbula lampiña, tan París, tan no Nicaragua.
Dale, che, abrila. Mirá si perdés el gusto a fruta madura. ¿Te alcanzan tus ojos? Ya viste que los míos crecieron por el tiempo según Bioy. Cuando hablabas dijiste que querías ser Bioy. Lo hiciste con esa voz de audiolibro, la historia de siempre: gotas, escaleras, rounds y mañanitas. Si me apurás te digo que hace dos meses, en la terraza de la vieja galería de Defensa, tenías la raya del otro lado, a tu derecha, a mi izquierda. Si acerco las lupas que descansan bajo tuyo (cerca para que sigas el deterioro amarillo de las páginas de Poe) te contaría una, dos, más pecas de lo pensado. Será el sol de San Telmo por el que transpiraste como si te faltaran clavos y yerba. Nunca colocaría una cámara que siguiera tus movimientos cuando no estoy. Aunque me intriga cómo te quitaste el sudor de la frente sin que el ademán echara a volar tu nombre y el de la fotógrafa que tan juntos reposan sobre la solapa de tu lado derecho (izquierdo mío).
La pregunta en cuestión (¡redundante!) es qué hay más allá. El encuadre de la cámara y la guillotina de la imprenta no pueden cortarte los brazos. Tal vez la corbata, de nudo tan elegante, por cierto. ¿El resto del cuerpo? Vivimos en una casa de techos altos, tus piernas entran en las paredes, tus zapatos caben en las mesitas de luz. ¿Convenciste a tus amigos de disimularlo en pintura blanca? ¿Los cronopios salpicaron sin pincel y un esperanza compró aguarrás?
Te llamo a la reflexión. Se va haciendo tarde y cierra el bar de la esquina. La mesa del ventanal me espera con un café y, si no llega, un coñac. Mataré la espera pensando en lo de la otra noche, cuando apagué la luz para ahorrarte mi intimidad, ella se fue y yo me disponía a dormir. Antes, una tos. La radio hace rato que no funciona. El ruido venía de tu lado, que ahora es el mío, con la raya hacia la izquierda, preguntándome si te convido fuego, si el papel de la fotografía será de confianza.

martes, 3 de noviembre de 2009

Diario de viaje


(Por Hipotálamo)
Aquí estoy, echada como quien dice, asiento 30, ventanilla, todavía tibio, una pensionada, camisa rosa, 15 horas sin moverse. Pasamos los carteles de la panamericana, guardó las galletitas, la primera en bajarse. Después del último pasajero vino Rubén, me tiró un beso, alisó su delantal tan azul, tan él, se lamió el pulgar y sopló una frase: “hice 20 pesos, dale, aceptame una cerveza”. Este Rubén… se me tiraría encima si me viera así, con las piernas abiertas, el punto corrido de lycra, sin zapatos, la nube de talco. Es bueno Rubén, pero se piensa que una nació para mirarlo. Es maletero Rubén, bastante picaflor, o eso contó una compañera que se agarró con la de encomiendas. Tilingas. Héctor también es un divino, sobre todo cuando está sobrio. Si no maneja, me cabecea para que le acerque una medida de whisky; si está jodón, una copita de champán. El tema es que nunca es una medida ni una copita y a veces me manotea la falda. Lo dejo pasar y lo mando a dormir. Es compañero Héctor, una vez me defendió de los susurros de un guarango mayor, camisa crema, asiento 17, pasillo.
Cuando conseguí este trabajo (corrí a casa, qué felicidad) nunca imaginé un diario de viaje. Será que necesito salir de la rutina Retiro-Tucumán, Retiro-Salta o, dios me libre, Retiro-Jujuy. Si son los primeros días del mes, el coche se llena de comerciantes de ropa. Suben cansados, huelen a Once, cenan y roncan hasta mañana. Antes de arrancar, la bodega colapsa, Rubén se queda con la boca seca de propinas y alguna que otra prenda. Los fines de semana largos cambia la posición de los asientos: estudiantes santiagueños justo acá se despiertan y hablan sobre música de fm y se toman fotografías con el brazo extendido y se fijan inmediatamente si salieron bien y nunca salen bien y el que está sentado sobre el apoyabrazos vuelve a apretar el flash y hasta que la foto no sale bien, por favor, chicos, que necesito pasar. También están los de los miércoles, breve equipaje de mano (en la derecha), una foto (en la izquierda) y el sollozo porque era tan joven. Luego, por fin, vienen los que viajan sin que una sepa por qué, como él, um, a ver, quién sos, um, me acomodo las hebillas, repaso mi sonrisa, viene todo serio, despidió a la mamá, suegra, qué lindo el nene, voy a ofrecerle un caramelo, agito el bol, así me agarre uno de miel, quiero un beso de miel.
Con el tiempo aprendí que en un micro de larga distancia se potencia todo lo que pasa en un colectivo de Buenos Aires. Cuando corrí como sea que corro hasta la parada del 59, él me esperó que llegara y que subiera antes. Agitada, puse las monedas y oí cómo el chofer se burló de tanta caballerosidad. También pidió un boleto de 1,25, venía hacia mí, pero se sentó del otro lado del pasillo, una lástima.
Durante el viaje por Las Heras pensé en decirle gracias. Cuando doblamos tan fuerte por Santa Fe se me acercó como si tambaleara y yo me alejé como si tambaleara, volví a sentir su silueta cuando Suipacha se hizo Tacuarí y me aceleré del todo cuando bajamos en la esquina de Carlos Calvo. ¿Cuántas señales más hacían falta? Si yo no corría a contar la noticia se hubiera ido en esa ventana que me pasaba por delante. Nos subimos en el mismo lugar, él después del trabajo y el mail de último momento, yo después de la entrevista y un café con Mariano; el gesto tan amable, la cercanía de los asientos, el destino común; y el silencio cuando me agaché a limpiar la lengüeta limpia, se quedó a mi lado, lo miré, la luz se puso roja, y se me fue, chau, rumbo a la costanera.
Anoche, cuando dejó que le cortaran el pasaje, lo recibí bien peinada, sin sudor, de uniforme, ¿me habrá reconocido? Después del caramelo de bienvenida, confirmé que estaba al fondo del piso superior, butaca 26, individual. Con el tiempo también aprendí que quienes sacan un asiento individual son precavidos, solitarios, inseguros, soberbios y que, en una de esas, escriben por las noches sobre alguien que genere su atención. Antes de atenderlo, dejé que llamara a los amigos que ocuparon sus días o, dios me libre, balbucee las promesas de siempre a una ex futura ex.
El tonto de Héctor no sabe cómo funciona el dvd y tuve que sacarle el control remoto para callar al león que había empezado sin mi recepción. Como no quería que butaca 26 extrañara el avión, acomodé mi voz con un sopapo al caramelo de miel (quiero mi beso) y dije por micrófono: “buenas tardes, señores pasajeros (hola, butaca 26), este es el servicio suite premium de Transfer Line (es cama, cama, butaca 26), le damos la bienvenida a bordo del servicio con destino final a la ciudad de Buenos Aires (esperame ahí, otra vez), a sus costados tienen las salidas de emergencia (o rompé la ventana y saltemos). Mi nombre es Silvia (pero vos decime Sil) y soy su asistente de abordo, en un instante comenzaré el servicio (¿tres veces digo servicio?) de cena, recuerden que durante el mismo el baño permanecerá cerrado (pero tengo las llaves, bombón)”.
El celoso de Héctor no quiso mostrarme los datos del pasaje así que le diré señor. Tendremos la misma edad y el trato es ficticio. Si nos viéramos fuera de mi trabajo nos tutearíamos y no nos diríamos gracias cada vez que nos respondemos. Así que el señor se va a servir Sprite. Me gusta eso. Champagne en copa de plástico es champán, no combina. Elige una gaseosa que acompaña el gusto de las bandejas de comida. Se nota que tiene hambre (y pancita, pero apenas). De la entrada sólo dejó la lechuga y un dado de ciruela. Supongo que el plato caliente está vacío porque es tan considerado que después del último bocado puso la tapa de aluminio (como un techito, cree en el hogar, en la familia, qué hermoso), envolvió la bandeja en papel film y no se me derramó nada. Así que tanta amabilidad se lo merecía: me fui pisando los tacones, moviéndole mi cintura. Lo mismo hice en el desayuno, pero dormía, todo vestidito, sin las botas, cubierto por la frazada. Me gustó despertarlo, quiero hacerlo todas las mañanas, que sea lo primero que vea, ofreciéndole agua a esa boca sin beso, conmovida por el sueño, balbuceando a la señora de rosa si soy una continuidad onírica o qué.
Entrábamos a la panamericana, el viaje se terminaba. Algo debía hacer. No me importó que mi postura rígida, condición como imagen de la empresa, volviera a tambalear. A la hora del café, le ofrecí azúcar o edulcorante, me respondió café, café, se acaloró por la confusión, y me aclaró azúcar, azúcar. Su sonrisa nerviosa, el desvío de la mirada, todo me dio ganas de comerlo. Iba a tirármele encima pero sólo le pasé el perfume de mi escote con la excusa de retirar la frazada. Llegamos a Retiro y el señor, último pasajero en bajarse, buscó su equipaje. Iba a dejarle unas monedas a Rubén. El desubicado le reclamó un billete. El señor le preguntó para qué era. Rubén me señaló. Fue grande la decepción cuando diez pesos se arrugaron en la palma de Rubén, que venía para aquí, tirándome un beso, alisándose el delantal, tan azul, tan él.

viernes, 23 de octubre de 2009

La Negra

(Por Hipotálamo)
Mercedes no necesitaba más amigas. Apenas había tratado con dos vecinas recién mudada al barrio. Blanca y Esperanza le dieron la bienvenida con esa generosidad que nace de la rutina. En la cuadra no pasaban colectivos y los accidentes sólo llegaban por radio. Así resulta lógico que el arribo de Mercedes fuera el comentario común mientras se barrían las veredas de la mañana. Cuando la música de la escoba se apagaba, las vecinas cuchicheaban con nariz fruncida. No era bien visto que la vereda de Mercedes fuera un mar o un desierto de otoño según los humores del viento. De hecho, Blanca y Esperanza habían echado a correr el rumor de que la nueva fumaba tabaco negro y que una vez en la despensa su aliento se confundió con el del kerosene. Claro, al cabo de unas semanas, ya nadie las escuchaba y quedaron solas en la causa. Realmente habían sido gentiles desde el primer día, indicándole dónde conseguir telas de liquidación, cuándo afilar los cuchillos y qué botón de la camisa bastaba para un buen corte del carnicero. Mercedes agradeció la compañía pero cuando se ofrecieron a cuidar los niños, digo, por si necesitás ir al centro, querida, se metió puertas adentro, sin respuesta.
Pese a algunos incidentes vecinales, nadie podía afirmar que algo raro pasaba detrás de esa fachada. Si hubieran bajado el picaporte, sorteado el bargueño del comedor y doblado a la izquierda, sin pisar a Canela, hubieran entendido que Mercedes ya tenía una amiga, acostada sobre la repisa, entre frascos de legumbres. Era la Negra, una General Electric que le hacía compañía con la luz como única condición. Era la Negra, que comenzaba su día con los primeros mates y subía la voz hasta despertar a los niños con la misma copla de las siete. Ellos renegaban de las coplas, pero ni se les ocurría cuestionar a la Negra. Cama sin postre, bajar la ropa, pedicuría, quién sabe qué castigo les tocaría. En el fondo, sabían que su Mercedes vivía en esa cocina, rodeada de los aromas al oporto para el bizcochuelo, al vainillín para los barquitos de dulce de leche o al de la carne a punto si esa mañana había usado camisa. Pero era la música de la cocina la que confirmaba el aire de cada día. Después de las coplas, la Negra se movía hasta el informativo, donde el chico de la moto no había llevado casco, el precio de la leche generaba el escándalo, pero la inmediata chacarera cambiaba el humor y Mercedes silbaba el estribillo hasta ahogar el tintineo de la canilla abierta. Ese hilo de río inconstante siempre llamó la atención de los niños, quienes nunca sintieron las manos de Mercedes, vestidas en harina o lamidas por cebollas, abiertas de par en par como si esa madre que los recibía de la escuela fuera un mimo de jazz.
Esas manos ahora estaban entrecruzadas sobre el vientre de Mercedes. Ningún dial callaba el pésame de consuelo por una vida plena, con los niños ya grandes, él doctor, ella artista, unidos desde que las recetas y los turnos con el doctor Guerra fueron cosa de todos los días. Había resultado difícil reemplazar el vainillín por los barbitúricos o la canilla por el ascensor del geriátrico, pero lo complicado del adiós fue guardar en cajas los objetos que acompañaron a los niños hasta sus casamientos. Las botas de plástico con sorbete para el desayuno, los cuatro tomos del diccionario Códex, la bicicletita condenada a la mesa de luz, los vinilos de Yupanqui, la espátula del merengue, la Negra.
Hasta el momento, nada fuera de lo común había pasado. El aire cambió cuando el nieto de Mercedes viajó a despedirla. A la mañana siguiente del beso en la frente, comentó sus deseos de descubrir el mundo de la radio. Lejos de la familia, se sentía solo y los vecinos bien podrían ser los nietos de Blanca o Esperanza. Entonces no pareció una mala idea escuchar un poco de folklore los sábados a la mañana y otro tanto de fútbol los domingos a la tarde. Así fue que la Negra viajó en la misma caja junto a una pequeña biblioteca, un pullover, salames de Córdoba y quesos de cabra. Recién a la noche, volvió a encenderse. Como si el silencio hubiera guardado tanto, los primeros sonidos fueron ruidos. La antena no era el problema ni la rueda del dial, pese a que giraba como si volviera a aprenderse la ruta entre el 88 mhz y el 1600 khz.
Cuando la barra naranja del dial se clavó por la mitad empezaron las sospechas del nieto de Mercedes. El lamento que salía de la cantante se cortaba con la furia del bombo, se escuchaba el murmullo del público, una tos desde la tercera fila, y un silencio. Un silencio que no era de la grabación, simplemente la Negra que se apagaba antes de los aplausos. El nieto de Mercedes tomó la radio, subió el volumen, otra Mercedes ahora silbaba el estribillo, ahora otro silencio. La Negra fue sacudida como si fuera una cosa. Una lluvia de insectos mudos cayó a través del parlante. Según la intensidad del sacudón eran larvas como cabezas cobrizas de alfiler, cucarachas como semillas cubiertas en almíbar. El zócalo de pinotea comenzó a parecerse a un cementerio, sin cruces ni lápidas. El destornillador abrió a la Negra por primera vez desde su creación, hace siete décadas. Los tornillos se marearon por la salida a la luz. Cuando cayó el del cuarto vértice, se pobló el segundo zócalo. Al mirar dentro de la radio, el nieto de Mercedes descubrió la vida que se había formado ahí dentro. Todos descansaban con sus manos entrecruzadas, sobre el vientre. Los locutores de publicidad lo hacían en el compartimento de las pilas, los programadores entre los transistores, y los protagonistas del radioteatro en la ventana del dial, es decir, con la única vista de todo el aparato. El nieto de Mercedes desconocía algunas licencias de su abuela, tomó la escoba y disfrutó el barrido de esas voces que habían acompañado a su familia. Ese cementerio iba en pala hacia la bolsa de residuos cuando un caparazón se agitó con una voz conocida, era de una cantante que caía con las patas intactas, ágiles para bordear el plástico y huir de la cocina.
Luego de un baño largo, como los de un sábado a la mañana, el nieto de Mercedes probó la radio. Sonaba la última zamba, caía el telón, algunos ramos de violetas, pañuelos blancos, por fin los aplausos, el público de pie, excepto por esas dos mujeres en la tercera fila, sentadas, de nariz fruncida.

miércoles, 2 de septiembre de 2009

Me provoca un tilo


(Por Hipotálamo)
Lo confieso, tía: lo que usted encontró se conoce como lectura nocturna. Claro, tía, debajo de la cama, donde va lo que uno oculta. Tampoco exagere, tía, sólo es una colección de revistas. Herencia de Manuel, su viejo vecino, quien resultó un amante del otoño y de todo lo que oculte una hoja. Exótico nombre la publicación: Provocator tiliae, algo así como El tilo provocador. No, no hablo latín, tía, pero recuerdo algunas desinencias. Respecto de los cuerpos, qué quiere que le diga, tía, ilustran la idea, ojalá pudiera arrancarlos. Es más, algunas páginas están pegadas, pero baje el tono, tía, cuestiones del desuso. Qué sé yo si valen mucho. Ya se lo dije, me las pasó Manuel, preso del temblor de sus manos. Me contó que las conserva desde la cárcel, donde lo llamaban Jardinero. ¿Se acuerda de eso, tía? Al parecer, algunas fotos publicadas lo perjudicaron. El pobre conservaba cada ejemplar en su respectivo folio, mitad transparente, mitad amarillo. Vamos, tía, no se haga la tonta: contenido adulto, imágenes explícitas, polinización, una sección de servicios y esta lámina desplegable de Flora, la polen star de junio, sin saquito. Si no va a animarse a quitar el plástico, le cuento que aprendí mucho con esta nota sobre tallos, y mire qué producción sobre el río Tamur, el viento revuelto sobre Flora, y sus ocho bracitos salpicados de rocío.
En todo caso, antes de cuestionar tanto, tía, lleve la nariz hasta la cola del encuadernado. Ese aroma, perdón que se lo diga, me enseñó a romper el hervor. Ahora que me descubrió sabrá por qué rendí siete materias en diciembre, por qué dormía tanto, por qué Agosti anunció tiroides. Tía, si su regio doctor conociera a Manuel, hubiera cambiado mis costumbres. Después de cada tirón de lectura, con la yema húmeda y los párpados secos, soñaba con un colchón de hojas y no quería despertarme. Hasta que usted, tía querida, corrió a contratar una mucama, a Virginia, para que me quitara las legañas con té, mojando un pañuelo en el dedal de tilo que yo le dejaba la noche anterior. Pensar que la taza quedaba debajo de la cama, tan cerca de las revistas y yo, como un ciego, sin darme cuenta. Linda la misionera, con esa lengua de tierra colorada, generosa en los desayunos, habituada a mis gustos, a los del señor, pese al acné, con un poquito de limón, así, cómo toma todo, el señor. Y usted abajo, tía, en la confitería de la esquina, haciéndole una c al mozo, molesta porque no llegó su amiga, el cortadito de un sorbo, cóbreme, las escaleras a paso mudo, y la escena con Virginia, exprimiéndonos, sin bajar el tono, tía. Así que vamos, tía, no sea tan mala, ya que la dejó en la calle, le recomiendo que me devuelva las revistas. Y sáquese la idea de venderlas. No sea cosa que se entere Manuel, tía, y usted, grande ya para el desvelo en la cocina, no llegue a calentar el agua.

miércoles, 26 de agosto de 2009

Juego de manos


(Por Hipotálamo; viejo y peludo, nomás)

Porque a mí me gustan las cosas claritas como el agua. Desde el ajedrez de parque Rivadavia hasta la pecera del living. Si el alfil no estaba ahí será asunto del rival. En esos casos me quito la suciedad de la trampa con un paño amarillo que remueva la explosión de la pomarola. Cuando las manos se blanquean de lavandina, abro la canilla. El ronroneo de la ducha empaña los primeros azulejos. Corrida la cortina de hule, la soberbia del torso centra el agua entre las tetillas. Se formó una cascada que olvidó los lengüetazos hacia las piernas, crispó la piel de los muslos y erizó la pelusa de las caderas. La ventana del calefón, como una jaula de gatos, parió azules. Basta mi vueltita de bailarina para que desaparezca la marca del jabón. Ya sin los relieves del estreno, esa extensión de la mano empieza a engordar de espuma sobre el pupo. El baño terminaría ahí si fuera como los de la mañana. Pero el vapor de la lluvia sin pausas prolonga la estadía en este cuarto de paso, donde surge la confusión por un cuerpo que no es el mío, por las pompas sobre pliegues olvidados, por las zonas sin nombre como sea que se llame detrás de las rodillas, o de otras desconocidas para el aseo como papada, codos, muñecas y dedos del pie.
Cuando terminó la sobremesa y se sorteó el lavado de platos, un chorro helado cortó el clímax del estribillo y aceleró los pasos para la mudanza en soledad. Se perdería el rumor familiar de la cena, pero la pluralidad del arroz permitiría el ahorro para los vinos que acepten las muchachas. Me gustaría que leyeran en los trenes, cargaran un discreto neceser y alabaran mi pulcritud. Ibamos bien con la compañera de trabajo, aunque sonó precoz al querer enjabonarme la espalda. Suspiré profundo al quitarle las botas. Había pocas luces, el libro abierto en el capítulo siete y un piano para confundir a los vecinos. La besé hasta ponerla en celo cuando agitó su nariz y estornudó. Frunció la cara, exploró mi cuerpo tibio aún y renegó del cuello de la camisa, de las uñas de las manos y de las aureolas. A mí, que me gustan las cosas claritas como el agua, me habían cambiado las costumbres de la higiene. Le expliqué que la boleta del agua me dejaba poco margen para perfumes, que ya bastante tiempo le había dedicado a la superficie en que se basa la primera vista, que hoy quería una novia para toda la vida, que en todo caso vuelva la semana que viene, en una de esas, quién le dice.

miércoles, 19 de agosto de 2009

Cambio de nombre

(Por Hipotálamo)
Me llamo Alfredo Aráoz. ¿O me llamaba?
Unas noches atrás acomodé las copas de la mudanza, les quité el papel de diario y leí la noticia de pie de página: luego de 20 años echaban a la secretaria del Registro Civil de Tucumán, lugar donde yo nací. Las nuevas autoridades justificaban el séquese esas lágrimas, por favor, a través de un breve comunicado: reincidentes problemas en la salud de la señora Bazán, Blanca, habían afectado la recepción de datos en nacimientos y decesos.
Colgué los viejos sacos en el amplio placard, tiré las corbatas de los egresados, encimé las prendas de color marrón que seguiré sin usar, hasta que hice un llamado a la distancia. Mi abuela conocía a Blanquita, si es que se llamaba Blanquita, porque con esto quién te dice, Alfredito, que no haya sido genético, que además del cargo haya heredado la sordera tan disimulada por décadas, qué sabe una, Alfff, sí, claro, vos, Alfredo, Alfredito.
Durante el relato había vuelto a la cocina y terminé con toda la vajilla, pero bueno, abuela, qué sabe uno, viste cómo es el cambio de autoridades, está bien, calmate un poco, abuela, escuchame, no me escucha. Así que agarré el tubo por el auricular y le grité sobre el micrófono. Pero si yo no soy la sorda, alelí. Me curé de espanto desde que tu papá fue al Registro y se lo tragó la tierra. Pensamos que te había puesto su nombre como es costumbre. Pero ahora que esto sale a la luz, que recuerdo la carta del abandono…
Colgó mi abuela con besitos y promesas de dinero, que sí, me abrigo, que no, ni una me quiere, chau, chaucito. Adiós.
Abrí la última caja embalada, con papeles personales y los servicios del antiguo dos ambientes. Otras mudanzas se habían llevado la tapa a lunares del cuaderno de primer grado, se conservaban intactas las páginas del segundo trimestre, pero luego del hoy es lunes, día de sol, apenas distinguía las primeras letras del nombre y un garabato: Alf… Alf… Busqué hasta la paranoia los diplomas del bachiller en lenguas modernas y el de la tecnicatura en periodismo.
Salvo por el documento verde tapa dura, la ausencia de títulos de identidad y aquel silencio que terminó la conversación me llevaron de vuelta a la escuela. Mis compañeros se burlaban: hola, Alf; no hay problema, ¡Alf!; ¿sos tucumano, Alf? ¿no serás de Melmac, Alf? Por lo que respecta a los desconocidos mi nombre se perdía entre las fm de picnics y los valses de 15. Ellos nunca retenían mi instante de presentación, la única vez que abría la boca, y me bautizaban Alfonso.
El mejor amigo de mi padre se llamaba Alfonso. El doctor Alfonso Piedrabuena decidió la cesárea. ¿Por qué no figura mi domicilio en Palermo? ¿Quién aprendió a hablar en el barrio Don Bosco? Los servicios del antiguo dos ambientes figuraban a nombre del dueño. ¿Por qué no aceptaron el cambio de titularidad? Intenté crear una cuenta de mail seria y me resigné a aleli89@yahoo.com. Hubo ventajas como las intimaciones de pago. ¿Y si a la vecina que no le gustaba mi nombre le cuento todo?
Sea como sea, que el tiempo enfríe las cosas. Empiezo por poner a funcionar el calefón. Al firmar el contrato de alquiler obviaron cierta fuga de gas. Unas noches atrás acomodé las copas de la mudanza, les quité el papel de diario y leí la noticia de pie de página: joven de 20 años fallece por monóxido de carbono, en Palermo. El nombre me resultaba familiar. Llevaré rosas rojas, nunca están de más.

lunes, 27 de julio de 2009

A la cama con Fernando


(Por Hipotálamo)
A las seis y veinte de la tarde del tercer domingo del mes la cama extraña horrores a Fernando. Fue abandonada al mediodía, apenas reconstruida, con el apuro de quienes no salieron anoche y se visten y perfuman para que el fin de semana no sea tanto jogging, medias y diario, diario. La cama esperó que Fernando eligiera ese pantalón que luce cuando los amigos del golf se lo llevan a la Costanera, lejos, a una hora, para comenzar a chuparse como si el colchón tuviera un embudo y la goma espuma fuera de arena. La succión asustó a la almohada que saltó hasta quedar del lado frío, la sábana trepó desde abajo hasta la frazada y juntas generaron una comba en el cubrecama, un paréntesis tan logrado que daba la sensación de que la pierna derecha de Fernando descansaba en lugar de acompañar el swing contra el hoyo nueve.
Los sueños de la cama eran insoportables, sólo se hacían realidad cuando Fernando caía en mocos y sudor, con tres días de reposo y una pastilla cada ocho horas. Pero Fernando estaba tan contento con su golf que siguió de pie para preparar la merienda, se sentó para buscar departamentos, volvió a pararse para ir a comprar la cena y buscó el sillón para unas partidas de generala. Cuando se acordó de ser horizontal ya era de madrugada, giró la almohada (me vengaré, maldito), pateó el ángulo de la punta para quitarse las medias y, como si el colchón hubiera perdido peso, recién se durmió por un libro que esconde la fórmula del primer millón (secuela de Padre rico, padre pobre, Piedra roca, Podré ¿podré?) Luego de tres páginas, cerró los ojos con llave, apoyó la mano derecha sobre el pecho y dejó caer la mandíbula para dejarme oír de su boca los rumores del sueño, ronquidos pausados si pensaba en la novia o acelerados si se perdía otra vez en las liquidaciones de las tiendas San Juan. Cuando el locutor dio aviso de que aquel niño, Fernandito, cinco años, esperaba a su mamá en la administración y ella lo recuperaba en llanto, el pecho de este hombre, Fernando, veinticuatro, recuperó el zumbido.
Bajo el picaporte de la vigilia Fernando respira un mundo único que hierve desde debajo de su pelo hasta adentro de sus pies (ya sin medias). Si ahora lo miro es porque el insomnio me gobierna. No quiero asustarlo, pero cuando me acerco él cierra tanto sus ojos que la sien se le llena de pliegues y su boca se estira como si su remate hubiera besado el poste. Casi gol de San Lorenzo. Fernando desconoce que sólo yo veo esa imagen (y la de la pelota que pasó muy cerca). Hasta que camine con un espejo por delante, nunca sabrá cómo mira a una mujer, cuál pie pisa mejor, sol o sombra, tarareo o silbido, caca de perro o qué linda la mesita del balcón. Cuando esté dormido, tampoco será espectador de su cuerpo. Sólo basta que yo tome una navaja y le separe los párpados, despacito, con pañuelos de limón, para que no llores, hermano de mi alma.
A las ocho menos diez de la mañana del cuarto lunes del mes la cama volvió a sentir el abandono, Fernando sacó la llave, despegó la espalda y abrió el celular-alarma de música pop. Ya despierto, se lavaba los dientes y canturreaba el estribillo.

martes, 21 de julio de 2009

Flash


(Por Hipotálamo)
He decidido abrigarme sin ropa. Reniego de las pieles de la madre y de las corbatas del padre. Este viento siempre se cuela entre las mangas y altera el jopo de cenizas. La sesión de fotos está por empezar y cuando la vestuarista insiste si posaré así mis ojos le responden. La lente de la cámara irrita más mi mirada hasta pedir un cuarto intermedio para entrar a la óptica: no preciso más aumento, doctor, sólo engrose los marcos de carey.
Fiel a la copia masculina familiar, soy lampiño, lo cual es una ventaja con mujeres coquetas, pero una desgracia en estas decisiones de revista. Apenas un manojo de pelos cubre la quijada y otro tanto la mandíbula. Con el jopo revuelto queda bien, o al menos así me consuelan cuando pinto algo desalineado para el living. Mis problemas de pulso comenzaron cuando compré unos guantes de hule. El vendedor juró que el uso cotidiano los amoldaría al tamaño de mis nudillos, pero una vez llovió y los dejé cerca del horno.
Para probar mi valentía he decidido cambiar la bufanda de rombos escoceses por columnas de humo azul. Braman los pulmones, lo sé, doctor, pero cada pitada es calor. Ahora que lo pienso, nadie atiende a los fumadores sociales que giran en las esquinas, acostados bajo el baúl de los autos. Mientras cambiaban de rollo chocaron a un abogado y huyeron. Al juicio lo ganó desde la cama: bastó que comprobara las marcas del neumático. A mí, por lo pronto, no hay caucho que calme el crujir de los tobillos. Así que ando descalzo, despreocupado de los vidrios del fin de semana. En las pantorrillas la tinta negra de los tatuajes se convirtió en un cuero verdusco y la cara de mis padres quedó como la de mis abuelos.
Pasearse desnudo por las calles, por más que la medicina me ampare, no es tan cómodo como parece. Ni siquiera un amigo del Caribe me entiende. Por eso antes de completar mi decisión, les dediqué un tiempo a la zona de las caderas. ¿Hojas de parra? Confusiones bíblicas. ¿Polleras de cartón? Clases bajas. Pensé en cáscaras de alguna fruta. Será porque el recuerdo de una tía, acostada para que ceda el oxford, vuelve seguido con sus insultos a la celulitis o, como indica la tapa de la revista, a la piel de naranja. Claro que probé naranjas, algunas mandarinas, pocas veces un pomelo. Nada tienen que hacer contra un sorbo de coñac. Supe que faltaba un trago seco cuando me cubría ante cada disparo. Vencida la inhibición, llegó el policía. Simpático el hombre, escuchó mi historia. Comprendió quién era Luis Uzcategui, amigo de la familia, psiquiatra de profesión.

jueves, 18 de junio de 2009

Invierno


A Kiss, Kiss;
y al vino, Toro.

(Por Hipotálamo)
Somos los viejos de la ciudad y el frío nos pertenece. Ya en abril nos abotonamos el cuello y las mangas de la camisa. Pero es en el mes de mayo cuando comienza nuestro reinado. Arrancamos la primera hoja del almanaque, y nos encargamos de las bolitas de nylon de las bufandas. Las pocas horas de luz que nos acarician nos alcanzan para poblar las calles. Yo, como los muchachos del billar, voy acompañado por un bastón de roble barnizado y una mucama de delantal turquesa. Una boina gris cubre mis lunares, una camisa de rayas crema flota en mi torso, un pullover rojo, otro saco a botones, un pantalón de pana, y esos zapatos que muevo como autos en hora pico. Nosotros, los viejos, suspiramos por el nuevo día, chequeamos la respiración, las puntadas ya no asustan, ponemos la pava y encendemos la radio, testigo del despertar (son las seis en todo el país, arriba) y del frío (ocho grados, abríguense).
Las brisas del verano enemigo gozan del aplauso del cine porque remiten a faldas arqueadas, pero se ignora al viento del invierno, burlón contra los encajes de algodón. A mí esa clase de apetito se me fue cuando Pablo tramitó el pasaporte. Aún recuerdo (aún recuerdo) el llanto de Nora en Ezeiza. Y yo, que había cargado una valija con el humor de febrero, recibí un adiós, papá, convencé a la vieja y vengan a visitarme cuando les envíe los pasajes. Después del sello en la tapa dura, quedamos solos, como cuando Pablo era un Pedro o un Jorge. No pasó tanto para que nuestro fiel matrimonio perdiera los fósforos entre botiquines, desvaríos (en Barcelona, Nora, Pablo vive en Barcelona), colas de la caja rápida, y los ceniceros del billar cerrado. Ya los muchachos iban poco. Los puños de tiza; el destino del dominó; lo de siempre, Flaco; todo resultaba una excusa para jugar con el café en la boca y teñir de ocre nuestras uñas. Hasta que el café llegó desde Paraguay y nos mandaron a fumar a la vereda.
El frío nos pertenece pero como dueños que somos decidimos cuándo y dónde aceptarlo. Supimos que no volveríamos al billar cuando el Rengo metió la bola negra y nadie miró el perchero. Otra vez tanto abrigo para amucharse en la entrada, otra vez tanto reojo para que no nos ocuparan la mesa (los del verano no respetan nada), qué vergüenza, vamos. Así fue que encontré a Nora dormida en el sillón de terciopelo, con el canal de deportes, víctima de un síncope. Inútil era que Pablo volviera a la Argentina cuando se habían despedido hace dos semanas y cuando sus papeles no estaban del todo en orden que digamos. Fue un velorio breve, con un poco de vino y todo el humo prohibido, con algunas palabras en servilletas, con el tiempo suficiente para que los sobrinos me dieran el brazo a torcer, para que desde hoy empezara a caminar al lado de esta mucama de delantal turquesa. Se llama Rosario y de vez en cuando me ayuda con los botones.

sábado, 6 de junio de 2009

El asiento

(Por Hipotálamo)
Ocurrió un día como hoy, pero fue ayer. La ciudad corría hacia la calma. El 59, como el 60 y el 61, estaba apretado de cuerpos abrigados. La incomodidad de los apuntes, las mochilas sobre el pecho, los portafolios entre las piernas, las bufandas de la herencia, los exagerados de guante. Subí en la parada de Las Heras y empecé a bailar con los pasajeros cuando cayó la última moneda. Cada vez que el chofer marcaba el freno, una vuelta para acá, otra para allá. Rugió el motor sobre Santa Fe y cerca de la iglesia se despejó el pasillo. Un colectivo repleto después de las seis de la tarde no llama la atención como un asiento libre, al lado del señor de sombrero. Cerca había una mujer con las compras del fin de semana, un poco encorvada. El resto era juventud, pero bien recuerdo que todos parecían cansados. Consulté entre permisos si no ocupaban el asiento. Nadie respondió. El asiento era de plástico, apenas escrito por los estudiantes, nada fuera de lo normal. El señor de sombrero parecía un hombre de trabajo, apenas inquieto, pero cómo no entenderlo. Antes de sentarme a su lado, traté de percibir algún riesgo en esas manos. Su inquietud pasaba por llevar tantas cuadras en la soledad de un doble asiento. Noté que la solapa del sombrero le cubría la mirada hasta que se lo quitó para masajear su nuca. También había jugado con las bolitas de lana y hundió la nariz entre los botones. Confirmé que olía bien cuando corrió sus piernas y me dejó pasar al lado de la ventanilla. Las miradas empezaron a centrarse en mí, no por el jopo ni el bigote sino por la decisión. La hija de la mujer que hizo las compras no se contuvo y al gritarme sufrió el chirlo corrector. Juré que si giraba hubiera visto al resto de los pasajeros perpetuos en mi nuca. Antes de dormir un poco pensé en mandar a todos al carajo. Puse música para tapar las bocinas (una moto, cuando no) cuando el señor respiró aliviado y se paró. Todos empezaron a gemir. Bailaban y gemían. Mi pequeña aliada lloró cuando quedé solo. Nadie más pensó en sentarse a mi lado. Traté de conservar la calma y cerré un poco los ojos. Mi jopo empezó a pegarse en la ventanilla. En cada freno le daba golpecitos con la frente. Cuentan que el vidrio crujió.

lunes, 18 de mayo de 2009

American pie

(Por Hipotálamo)
Una cara viste ese pie. Son veinte pirámides de goma con el casco fundido. De las rutas que conducen a las pirámides, la del medio ha resultado tan dañada que quisiera besar una pelota de agua. Son veinte rutas separadas por polvo entretenido en los márgenes. Mientras que la ruta del medio es la más usada porque lleva a la pirámide más alta, la distancia del resto disminuye hacia los costados en relación con las pirámides. Esto genera un caparazón que cubre cuatro dedos y la mitad del meñique. Donde nace el empeine comienza un terreno de lona cuyas hilachas se mantienen imperceptibles. Esto se parece a una gran frente de un joven de clase acomodada ya que no presenta arrugas horizontales. Desde las pirámides que nadie visita (se mantienen honestas al taller del calzado) nacen dos cordilleras de tela reforzados por brazos, cabecitas, brazos y cabecitas. Hasta el tobillo se forma una cadena donde habitan los ojos de la cara: son dos y de cada uno caen siete lágrimas. El llanto es evidente porque un gran cordón los conecta hasta llegar al moño. Este llanto suele producirse cuando una estrella llega a Ezeiza, recibe saludos por la simpática tira de estudiantes y anuncia su primera biografía.

domingo, 10 de mayo de 2009

Ambiciones de una migaja

(Por Hipotálamo)
Una migaja de avena quedó quieta, sola, lejos de la manifestación. La imagen es apenas distinguible por el contraste entre el marrón de la avena con el blanco del mantel. Hace unos minutos, el hombre comía con la boca cerrada. El éxtasis por el sabor de la avena le hizo perder los modales y de su boca cayó la migaja. Como suele suceder cuando los picnics asaltan las siestas de San Telmo, el sol iluminaba el tronco de la bombilla del mate. La bombilla se erguía sobre un campo de trocitos de yerba. Acorde a vísperas electorales, los trocitos estaban apretujados para escuchar a la bombilla, aunque opositores explicaron el fenómeno en la humedad del primer mate. Los trocitos del fondo esperaban un chorro que los reacomodara hasta la primera fila así juzgaran si la bombilla, verdaderamente, era de plata o de alpaca. La ilusión gobernaba a estos simpáticos seguidores del partido Verde. La migaja, quieta, sola y a lo lejos compartía ese tipo de sensaciones. Pensaba cómo podía sumarse cuando el hombre tomó otra galleta de avena. Luego del primer bocado, el aire comenzó a oler raro: otra migaja se había aferrado a una rugosidad de la garganta y el hombre necesitó toser dos veces para hacerla volar en una preciosa comba, derechito hacia la manifestación. El estupendo plan de la otra migaja produjo brotes de llanto en la migaja. Faltó tiempo para pañuelos porque el agua del párpado (no entraban dos en tan breve rostro) infló su pequeño cuerpo. Como dos manitos encascaradas y unas patitas de paréntesis se deslizaron hacia los costados, con un poco de entusiasmo saltearía los lunares del mantel. El temor por ser descubierta duró hasta que trepó por la cuerina del mate. El hombre, ya sin sacudones en el pecho, había puesto toda la atención en lo que escribía. Mientras la correa del perro de un vecino dejó de ceder y tres señoras pateaban el viento, la migaja llegó a la cumbre de la bombilla que saludaba a la multitud. Inesperados abucheos de los trocitos de yerba obtuvo como respuesta. La migaja era quien ahora movilizaba a las masas mientras crecía el rumor de la hazaña. Los trocitos de yerba esperaron unos minutos más de sol para cambiarse de color y fundar el partido Marrón. Pasaron esos minutos, la migaja de avena subió al borde de la bombilla y el rugido amagó con desviar la mirada del hombre. La migaja alzó sus manitos. No habló porque era una migaja y, acorde al slogan en el que trabajaban publicistas, entró en acción. La primera medida fue zambullirse al hueco de la dolida bombilla. Allí esperó con ansias que el hombre disfrutara del segundo mate de tan agradable picnic.

lunes, 27 de abril de 2009

Los domingos un travesti no se afeita


(Por Hipotálamo)
Shulay caminaba sobre el espléndido pabellón de alfombra roja, donde las embajadas presumían sus publicaciones. Los libros de autoayuda saltaban sobre el pabellón de alfombra verde, pero antes un poquito de luces, así, como las estrellas, ¡ah! Tomado del brazo de dos amigos taconeaba sobre sus sandalias y envidiaba las botas de la cajera de Países Nórdicos. Acorralado por autores con diéresis intentaba quitárselos como si de tenistas se trataran. A la derecha y a la izquierda, quijada para acá, quijada para allá, uh, ah, uh, red, alarido en suspenso, aplausos para ellos, celos, desaire, vamos, chicas, ¡vamos! Pero el guarango de Pupé le movió el escote al de vincha que había perdido el punto del set. Cuando la pelota quedó de su lado, estremeció la raqueta contra el suelo y eso enloquecía al círculo de Shulay. El, en cambio, buscaba un hombre de ideas, un productor que lo llevara a los teatros de Corrientes, como al ex compañero de rondas que ahora salía en las revistas, en esas páginas que construían su archivo visual. Vio a un hombre canoso entre los estantes de Suecia. Era un perfil familiar, el traje de marinero, el cuerpo sobre la pierna izquierda, la derecha flameante y un libro en las manos. Si supiera quién era Beckett se le hubiera acercado. Escenas de ese tipo hacían a la obra de Shulay, con la incertidumbre de la continuidad, y de un final abrupto, o no. Como cuando dos alemanes tomaron grandes helados de frutilla. ¿Ordenaron esos gustos por elección o por ignorancia del idioma? O como cuando a un hombre se le cayó una moneda y no se agachó inmediatamente a recogerla. ¿Esperó que terminara de repiquetear sobre el suelo? ¿La levantó? O como cuando lo atormentaba el canje de favores al parrillero de la costanera y salía a bajar la panza con auriculares a todo volumen. ¿Lo piropearían los gendarmes?
Shulay era Shulay desde el viernes a la tarde hasta el último turno del sábado. Los domingos eran su día de descanso, con el pelo recogido, a veces escondido por una boina, el explotado rostro lavado con jabón, cabos alrededor de la mandíbula, la pupera firme en no ceder, los jeans que confirmaban que se llamaba Julio y las sandalias de goma, ah, una bendición después de una noche de mala muerte. Fue Pupé el que lo invitó a caminar por las calles de Palermo, con ropa atrevida, así no, nena, que parecés una abuela con resaca, así, dejame a mí, un poquito más subida la pollera, ¿pero no te afeitaste? No podía haberse pasado la maquinita hasta que no renunciara. Hacía calor durante la semana en la obra. Recién iban por la segunda semana de trabajo, el arquitecto había sido cruel con los plazos, y la transpiración de los muchachos corría como el rumor. En la presentación, Julio pidió que lo llamaran Juli. Se trataba de una letra, sólo una, pero entre albañiles era un mundo. Las sospechas del tucumano empezaron a tomar cuerpo cuando el sol golpeaba fuerte y el raro cayó con los shorts muy shorts. El patrón pedía armonía y no atendía observaciones de gente grande, che. Se cumplió el primer mes de trabajo, algunas mucamas del barrio ya coqueteaban con los muchachos, y la mayoría esperaba el gran asado del viernes. El perfume a madera y carne olvidaba el del ripio cuando empezaron a llegar bidones de gaseosa, soda y algunos vinos escondidos. Lluvias de sal caían sobre los cortes y la bolsa de pan se vaciaba. Julio se espantaba por la voracidad, pensaba en la presión, pobre mamá, se le iba por las nubes, así que voy a pedirle un poco más sequita, le quito la grasa cuando nadie me vea, y listo. Quedar bien parado después de un asado entre albañiles le recordaba a la vez que lo mandaron al arco. Aquel enero se torció un par de falanges; esta vez llegó Betty con las verduras recién enjuagadas y pidió ayuda sin esperanzas. Shulay levantó las manos. Acá, Betty, vení, vení que armamos la ensalada.

miércoles, 15 de abril de 2009

La boluda




(Por Hipotálamo)
Desfila por un hall a gas. Naranjas cuelgan del bolsillo. Capas de glacé parchan pliegues. Tres colores y dos salpicones coronan la inspiración. El living cerró a las 2. La heladera se deprime. El bronce sostiene la luz. Tachos para un mural, gorros de papel, pinceles explotados. El mural se va con la lluvia (la heladera lo envidia). ¿Chocan las rodillas? ¿Hola? ¿Chau? Al fondo del fondo no llega señal. Bata de leopardo, cutículas torcidas, bastones de humo: ¡tenemos un collage!

miércoles, 1 de abril de 2009

Insomnio


(Por Tálamo)
Las zapatillas no tenían una suela demasiado alta y todo charco de agua que pisé humedeció mis plantillas y mis medias. Igualmente caminé en la madrugada de una noche anaranjada y llorona.
Contaba con un paraguas, y aproveché el desierto de un martes de madrugada por las calles de un San Miguel de Tucumán mojado y de ventosidad fría.
Eran los primeros días de un otoño caluroso en sus días primeros, aunque esa noche pareció instalarse en la atmósfera. El único hombre que vi en más de diez cuadras, dormía dentro del taxi que conduce, acaso, resignado a una noche sin trabajo.
Me agaché para atarme los cordones de una de mis zapatillas y un perro se acercó festivo tal vez creyendo que bajé al suelo con el fin de regalarle algo para comer o una caricia a la que accedí darle.
No había mas ruido que el de gotas precipitándose en el suelo y el de chorros de aguas que por más angostos, en el conjunto de los muchos de una sola cuadra, imitaban el sonido de una pequeña cascada.
Miré las vidrieras y allí estaban inmóviles los maniquíes en su eterna tarea de vender la ropa que no eligieron a gente que ni siquiera los mira. Volví la vista a mis espaldas y ví al perro que acaricié siguiéndome y comportarse alrededor de mí como si ya me hubiese adoptado como nuevo amo. Detrás de él, otros nueve hacen lo propio. El seguimiento me hace sonreír y me doy cuenta que no estoy tan solo como creí.
Sí, a veces me siento un fantasma que vaga en una pampa, y últimamente me comporto como eso que creo y salgo a vagabundear por las calles, y como era vagabundo, diez perros me seguían. Salir a vagabuendear, es una forma de decir que salgo a pensar en “ella”, la “ella” que no está.
En ese momento fue que pensé que el indicativo “ella”, cuando una “ella” a partido, se convierte en adjetivo calificativo.
Cuando la mujer amada está junto a uno, se la llama por su nombre. Cuando se ha ido, se le dice “ella”.
Sin embargo, acaso motivado por el deseo de su retorno, me propuse no llamarla nunca más de esa manera. Porque mi vagabundear tiene fundamento, el de recordarla, el de sufrir, y el de cansarme para poder dormir sin dejar de pensarla, sin dejar de evocarla y sin dejar, claro, de hablarle. Sí, mientras avanzo por las calles, por momentos, voy hablándole. Casi siempre del amor que podríamos proyectar si su distancia no fuera tan decisiva, otras veces, me transporto a un deliberado futuro y “charlamos” de cuestiones que son el presente de ese porvenir.
Volví a casa y dejó de llover. Ya las gotas no se escuchan y la noche parece una nada. Así es que olvidé por ese instante lo mucho que le gustaba la lluvia y las cosas que le provocaba.
El acolchado de mi cama parecía invitarme a su refugio y, suspiro mediante, mis ojos se cerraron. No obstante, vencido el insomnio que se alimenta de su recuerdo y finalmente rendido en mi lecho, ninguna de estas noches, la dejo de soñar.

sábado, 21 de marzo de 2009

Sábado

(Por Hipotálamo)
Un sábado perfecto empieza al mediodía, con el pelo revuelto por la noche del viernes. Sigue con un disco de Lou Reed y la ducha caliente. El placard está cercado y hace falta un mensaje de texto para pedir un boxer, bermudas y remera. Las gotas gordas rebotan en el cuello y se pierden con un poco de jabón. Una vez que llega la ropa, entra una orquesta de pingüinos. El sábado perfecto es perfecto cuando el guacamole del viernes resiste en cada plato y ¡a lavar! Mi buen vecino, ¿algún cenicero que enjuagar?
Un sábado perfecto es de teléfonos fijos: una mano para los números y la otra (¡tengo dos!) para el tubo y cuatro llamados: a mamá, al padre de un amigo que cumplió años, al amigo que cumplió años, y a un amigo que cuenta sueños. Entre besitos para la familia y saludos a los que me conocen, se confirman los tickets para el recital del martes. Nos juntaremos en un barrio que no conocemos, beberemos e iremos a pie. Radiohead y sus casas de naipes nos invitan a pasar. Es sábado y ya tengo un plan genial para el feriado de la semana que viene. Mi buen viajante, ¿una manta extra?
Un sábado perfecto baja a las calles. El ipod ha sido cargado con música de sábado perfecto y la bicicleta fue inflada por un muchacho que hasta llegó a sonreírme. ¿Soy yo o no hay bufidos de subte? Una selva perdida estuvo siempre a dos kilómetros de mi casa, pero sólo se la encuentra en un sábado perfecto. Abundan ruedas, campanitas, canastos, tetas masculinas, mujeres venciendo al tiempo, unos besitos en el escondite de la primera vez y yo, ya manejando con una sola mano, tarareo California Girl de los Beach Boys. ¿Es el año 88, querida?
Un sábado perfecto no tiene rutas ni mapas. De alguna manera volveremos. O no. Quizás no había que volver. Quizás no había que ir. Y como el libre albedrío sólo vale bajo techo, un cartel inunda un campo de césped recién cortado: “prohibido los juegos de pelota”. ¡Cuidado, ahí viene una! Alcanzo a esquivarla y bajo a otras plazas aunque las bocinas se escuchan más fuerte después de tanto silencio (un mosquito me picó en la pantorrilla, me parece). Y mientras el regreso se pone rancio con la voz de Cash, descanso. Viene el heladero: un bombón, por favor. Dijo gracias. Y hasta luego.

lunes, 16 de marzo de 2009

Domingo


(Por Hipotálamo)
Un taiwanés (al que el policía rebautiza chino) come el helado al revés que el policía: abre el envoltorio por la base, ignora el palito, lo toma por la punta y masca la base. Nunca absorve, am, am, am. Una ventana de lata encuadra un campo de llamas azules y naranjas. Las gotas tibias esquivan los pelitos del pecho hasta que besan la tetilla, am, am, am. Un hombre duerme en el asiento sin cinturón de seguridad del Peugeot 504 modelo 94, que está a la venta (llamar al 15-49777064). Una camioneta de músicos vuelve a la ciudad y el plot que invita a escucharlos flamea sobre una punta, la que está despegada desde hace rato ya que abunda la tierra y otro pelito. El taiwanés lava sus manos, pegoteadas por el colorante, con agua fría. La bañera comienza a cubrir las rodillas y el jabón dibuja un lago de hule y bajan ninfómanos desde la cima de la cortina y la espuma del shampoo choca contra el rincón de moho. El conductor del coche despierta asustado. Sonaba el celular.

martes, 24 de febrero de 2009

Sifones de vidrio antiguo


(Por Hipotálamo)
Sólo quiero que se vayan. Hace días que no duermo. Es mi lengua que sangra. Creo que es una ampolla así que le pediré socorro a Flora. Pasamos la noche del sábado juntas y sus caderas como colchón no compensarán mi cálida compañía. No me quejo de sus atenciones (sé que fue sábado). Mi molestia pasa porque esta noche no voy a limpiar el borde del anís que mi señora destila. Al primer sorbo va a nacer la llaga y volveré a esa tarde en la librería, después de buscar los autores del último anaquel. Era una pareja de estudiantes que tocaba los relieves de cuerina. Ella hurgó su espalda (le encantaban las porosidades) hasta vencerle su masculinidad en puntas de pie y me rozó con la pana gastada. Cada vez que me tocan sin mi permiso me irrito hasta el deseo de oler la tintura de las permanentes, de orinar los primeros diarios del domingo (lo hago), de desinflar a mordiscos las bolsas de consorcio, de rayar los techos de los largos coches negros. Cuando me relajo, pienso en alguna anécdota, cuento la de la librería, pero el tiempo pasa tan lento como ellos, que ahí vuelven, debatiéndose el nombre de sus hijos, que serán tres, dos mujercitas y un varón, en pocos años, para que crezcan juntos, mi amor.
Mi madre me escupió una noche de agosto después de jurarme calor. No me esperaba que por un techo permitiría nuestra venta (la mía y la de mi hermano) y sólo la veríamos cuando nos retara por no sonreír en la plaza, los domingos, porque no dábamos volteretas para que las niñas, las dos mujercitas, lloraran si no nos llevaban con ellos. Una, la más fea, quiso tocarme a través de las rejas y bastó que le rasguñara la palma para que me dejara en paz. El castigo no fue tal: me patearon el lomo y huí entre las sandalias de los turistas (ya era septiembre) hasta la fuente abandonada de grafitis, de cartones de vino y de sostenes colgados en el corazón de Recoleta. Admito que con el tiempo me acostumbré a presumir mi lugar de residencia hasta que los amantes comprobaron la realidad (uno dejó dinero para que arregláramos las baldosas y ese fajo generoso se convirtió en una fiesta de la que poco recuerdo). Esa madrugada, el chisme sobre mi promiscuidad había llegado hasta los oídos de Flora, que se quitó la bata de lunares amarillos y persiguió el ronroneo de Rocha bajo la resolana de Libertador. Ahí estaba yo, despatarrada, con las uñas carcomidas porque estaba segura de que no me había cuidado... Mis muslos me recordaron mi ayuno forzado desde el último espionaje a los encargados de los edificios. En algunas cajas habían sacado libros, en otras témperas; ninguna guardaba una lata entreabierta (cuidado, la llaga). Así que lo primero que hizo Flora fue destapar la petaquita y rociarla sobre un arroz con leche y limón. Sentí el juicio mientras comía pero si habían venido a buscarme no era por mis ademanes públicos. Fumaron hasta mi último sorbo y me despidió el insulto de un artista sin pulso para el aerosol.
Un círculo pintado en azul firmaba el vientre de la primera estatua donde descansé. Había sido esculpida en mármol y representaba el IV tiempo de la VI sonata de Beet… (otro rastro de azul). Estaba rodeada de árboles empapados de agua y verde, de troncos tallados y ladrillo triturado, de plantas escritas en latín y apellidos de músicos que no escuchaba desde que fui parida. No podía pedir más o eso pensaba hasta que la elección de la clientela me nubló como este cielo y me dio impunidad y manejo sobre el precio de otras compañeras. Habían sido las primeras en llegar con sus tazones de aluminio y quién se creía esta para venir con sus aires de barrio caro para que la señora Flora nos deje acá tiradas y la invite un sábado a su falda, cuando sabe que es la noche de más trabajo porque los turistas beben todo lo que les permite la devaluación y si despiertan llevarán grandes botellas de agua en sus grandes mochilas cargadas por sus grandes espaldas. Justo él, cuando vio que su mujer anunciaba el escándalo, la sacó del bar. Soportó los insultos en inglés y el portazo al taxi. Se bajaron a las seis cuadras y subieron dos pisos. El llanto entre columnas de baba se produjo porque él no quería hijos y por los golpes que motivaron la burla de su virilidad. A la mañana, luego de dos tazas de café, dolorida en el pómulo izquierdo, había tomado el pasaporte pero no se fue hasta que él despertara. Demoraba cada acción, cada sorbo, cada garabato de despedida, cada juego de medias. Iba por los regalos que habían comprado juntos (unos sifones de vidrio antiguo) cuando le sacudió el talón y le dijo que se iba para no verlo más. Prendió un cigarrillo y la despidió. La resaca alteró la seguridad de la escena y se tiró sobre su torso, implorándole perdón, tragando una pastilla anticonceptiva, tarareando a Brahms, con planes trillados, como visitar tumbas en Hungría, pero que no la deje, que sola no puede, que sabe que tiene un problema, pero que sin él nada tiene sentido, ni el nombre de sus hijos, que serán tres, dos mujercitas y un varón, en pocos años, no, cuando vos quieras, mi amor.
La reconciliación fue patética, con besos incómodos (la menta no había aplacado el vaho de tónica) y abrazos largos, siempre con ella sin resistencia en las rodillas, en puntas de pie, aferrada a sus hombros, como un peso. Hasta que vinieron a visitarnos ella tragó su orgullo, le cocinó, le quitó las medias, le sonrió como le sonríe cuando señala la cama, se desnudaron, la trató como Rocha me había tratado la primera noche y se vistieron para aprovechar las horas de la tarde. Cerrábamos a las seis, faltaba poco, ya se habían ido los escritores que nos analizaron y el abuelo que todos los días empezaba la misma novela. Nadie solía entrar cerca del cierre y creí que Flora había sido clara al respecto, pero ahí venían, corriendo, de la manito. Habían convencido al estúpido de la puerta para que los dejara pasar. Le pedí a Flora que le revisara los bolsillos, pero no me hizo caso. Si son turistas van a llevarse algún recuerdo, un árbol o la estatua, qué importa, si ya está pintada y tiene la nariz borrada por los vándalos que nos asaltaron una madrugada. Todas dormíamos y nunca hubiéramos pensado que nuestra leche iba a ser tan buscada. Rocha vino con la novedad de la falta de lácteos en la ciudad. A partir de ese momento empezaron a darnos agua (imploraban que los turistas dejaran un poco) y el atún era un lujo relegado a los cumpleaños. De alcohol ni hablábamos: pusieron tope horario a la venta pero no al precio. De repente el anís de Flora era lo mejor de la cena y quienes bebíamos compartíamos el gusto entre incómodos besos con lengua. Fue cuando Mortimer se tiró sobre mí hasta doblegarme. Trataba de quitármelo de encima cuando sentí el crujir de las hojas. Se avecinaban como notas de piano, escuché el nombre de la primera hija, una risa, el rumor del viento, se levantó la pollera y el puntapié salpicó mi tapa con leche, tibia, para calmar este insomnio.

domingo, 22 de febrero de 2009

E

Había llovido toda la noche en Buenos Aires y las luces descansaban sobre el reflejo de los adoquines. Cuando dejé de preocuparme por mi sobretodo negro a rayas encontré una E. Era roja, de goma. La había perdido un nene de la cuadra por la yo ahora caminaba. No buscaba nada, quizás el amor. Estaba en Uriarte al 1300, no porque esa calle me llevara a alguna parte sino por el rumor de las hojas. Fui fácil porque no tenía planes para el domingo (el próximo también estoy libre). El sobretodo estaba abotonado y me gustaba llevar las manos en los bolsillos, especialmente en el derecho, donde comencé a deformar la E. Como el rojo de la goma combinaba con los ojales del sobretodo y la costura de la remera, me gustaba sacar la E para jugar en el camino y presumir el nuevo juguete. Si tengo en cuenta que elegí las calles con hojas verdes, empapadas y libres de caca, estuvo bien que una chica que paseaba el perro mirara mi cara y luego, sin resistencia, envidiara la letrita. Habitual en mí, pretendía ignorar el interés que causo como si el celibato fuera una elección y empecé a manipular la goma: simplemente acostando la E formaba una m como esta, de molde minúscula; más complicado era deprimir las puntas con dos dedos y con uno de la otra mano levantar la parte del medio para lograr una W; con un poco más de presión sobre la base de la E, la alargaba para generar una F. Había un cuento que quería terminar esa tarde y lo hice cuando encontré un pasaje sin umbrales, despoblado para sentarme sobre el cordón, correr mis pies cuando pasó el único auto con la familia que regresaba del campo, y reparar de costado en la chica que llevaba pan casero en una canasta de mimbre casi diseñada para su piel. Una vez que el viento dejó de colarse por mis mangas (las había sacado de los bolsillos para leer) me fui. Antes de subirme al colectivo de regreso había una bolsa de residuos con ladrillos de plástico de distintos colores sin el encanto de la E, o la W, o lo que sea que el nene perdió y no recuperó porque su mamá lo quiere mucho y le da muchos besos en la calle, pero en el ademán de devoción le hizo soltar la letra y él le avisó con un grito que fue inútil porque algunas palabras no sabe pronunciar.

jueves, 12 de febrero de 2009

El cuarto

(Por Hipotálamo)
No recuerdo si era de madera, de metal, ni si estaba pintada, la puerta que se abrió para que pasáramos y recién cuando el otro se quedó afuera me di cuenta del abandono y sentí el ruido del encierro. Antes de entrar alcancé a verlo de reojo y noté que nunca nos siguió el paso y cuando movió sus brazos sólo fue para buscar un cigarrillo en el bolsillo izquierdo de su camisa. No llegué a ver el fuego porque yo ya estaba adentro. Creí que iba a lamentar no estar con nosotros, los hombres que pasamos en fila porque la puerta (si es que era puerta) era muy angosta, alta como las de los departamentos de las calles perdidas de los barrios viejos. De algún modo sentimos lo que los escolares cuando van a conocer el cuerpo de una mujer. El valiente o el ignorante pasa primero y el resto se mueve porque el de adelante lo hace y quedará mal quedarse afuera, del otro lado, aunque sea grande y ya fume y los padres no le digan nada o fume tranquilo porque nunca tuvo padres ni una familia ni una prima, esa persona lejana, sólo vista para las fiestas del nuevo año, pero cercana en la identidad sanguínea a quien la sociedad acepta como la noviecita y hasta como ahorro del descubrimiento. Nunca supe qué pasaba si se tenía un hijo con una familiar, si sería aceptado por los clanes integrados por familias ricas de las localidades alejadas de la mugre de las calles pequeñas o de las avenidas acaso más grandes de la ciudad, si generaba una auténtica malformación en alguno de los sentidos del nuevo ser como un labio leporino o algo que el abuelo sospechara para dejar a los corruptos sin herencia. Lo que supe cuando se cerró esa puerta o lo que fuere era que habíamos entrado meneando nuestras mentes y recién levantamos la vista cuando un foco a través de unas rejas ya oxidadas se encendió, y no al instante como la expectativa por qué estamos entrando a un lugar que a ciencia cierta no sabemos qué es, ni siquiera si tiene mujeres que después de dejar nuestro documento al confidente portero del edificio les brinde seguridad a ellas y nos alerte sobre que cualquier mano que no se pague será un crédito abierto al golpe del hermano del portero que es quien regentea a las mujeres que no, que no están, que nunca estarán, a menos de que se abra esa puerta donde desde el otro lado sólo el humo del cigarrillo del que se quedó afuera se cuela por el ojo del picaporte.
El cuarto era ínfimo como el hall donde descienden las personas que toman el ascensor interno del edificio de familias que ocupan el piso y sólo deben preocuparse por los vecinos de abajo salvo que vivan en el primero y puedan golpear el parqué con estatuas de mármol que hayan quedado sin defensa porque los padres se fueron de vacaciones y no avisaron cuándo iban a volver. De una de las tres paredes del cuarto salía un banco de yeso incrustado, blanco, raro como todo lo que empezamos a descubrir a medida que la intensidad de la luz fue alumbrándonos. En lugar de la cuarta pared estaba sí una puerta, abierta, sin picaporte, de madera inflada por la humedad y partida por un puntapié cerca del ángulo. Las costas de la puerta generaban una ola de astillas contorneadas como si hubieran seguido el ritmo de los agudos y no de los graves. Eso si hubiera un enchufe o algo que diera más pruebas de que acá, donde estamos, alguna vez vivió alguien que no tenía un lugar más amplio, le robó el colchón al séptimo inquilino de la plaza y lo dejó dormido en el mismo lugar que lo encontró porque para qué matarlo si ya está muerto desde que las gomas de la bicicleta se pusieron duras y salpicaron restos de goma y de carbono porque la fábrica de cuchillos ya había cerrado y la gente no tenía tiempo para cocinar y todo lo hacía con la mano aunque los humores del tren los llenaran de migas y cuando intentaran convidarle un bocado a la pasajera bonita de la ventanilla que sé que quiere saber lo que estoy leyendo pero todavía no le voy a dar con el gusto aunque insista con mirarme y yo no la mire pero lo sepa porque otra cosa no puede transmitir su respiración, profunda y caliente como si durmiera en la caja de una camioneta con vacas que el matadero las espera y que seguirán el mismo camino que nosotros, en fila, porque el ancho de la entrada no permite otra cosa que avanzar a medida que la de adelante lo hace y sólo habrá descanso cuando la llegada al círculo de tierra y maderas blancas, puestas como si fueran tres cuerdas de un ring de boxeo, permitan el alivio de la salvación y el mazazo a la nuca que desplome las ilusiones y las quejas ya no conmuevan al hijo del dueño del matadero que cuenta el ingreso de cabezas para exportar y luego se sentará en el umbral para hacer cuentas y saber que si vende todo en dos años podrá dedicarse a arrendar tierras y casarse con la heredera del pueblo vecino que nunca, ni esa noche que hizo todo por primera vez para llamar la atención de los padres que estaban en otro continente y cancelaran la última excursión y volvieran en el primer vuelo para correr a terapia intensiva y jurar que nunca más la dejarían sola y pensaran en una empleada por si llegara la invitación al resort al que fue la pareja amiga y generó tanta envidia que mueren por conocer. No, ni ella hubiera pasado al cuarto donde estábamos nosotros. Pero nosotros, en cambio, confiamos en nosotros, tres amigos desde la escuela, acompañados en las largas mañanas que se hacían al escaparse en los recreos o en las eternas madrugadas que fueron esos regresos de bailes lejanos a los que había que ir aunque no supiéramos cómo volver porque una mujer en esos lugares podría significar la salvación económica y una vida dedicada al círculo de finanzas íntimo del padre salvo que la madre no interrumpiera la primera noche que nos quedáramos a dormir; en cuartos separados.
¡Ah, las casas! Esas cajas separadas por concreto, selladas con cartulina y letras gordas escritas con líquido corrector y ositos hasta la primera menstruación y el cambio a las cruces y al silencio después de que algo pasó a la salida; el aroma de la cocina, los licuados de banana, las dudas al sentarse en el almohadón del perro, las desinencias de la radio, la campana que avisaba que alguien entró y la expectativa por saber si aprobó. A nosotros no hizo falta que nos esperaran con los brazos abiertos, que la música subiera y el perro nos lamiera en cámara lenta; hubiera bastado que no estuvieran los otros dos, nuevos vecinos del que estaba afuera que atendía el kiosco que nos permitía pagarle cuando tuviéramos dinero pero que nunca planeó cobrarnos la deuda como a cualquier ama de casa sino con este juego que ya había empezado desde que la puerta, sí, basta, la puerta se cerró, desde que la luz confundió las sombras. La situación fue lo más parecida a una elección para ponerse de pie y darle un beso a esa compañera que hubiera codeado a la compañera con cara de asco aunque nunca fuimos feos y si soportamos el acné fue un costo político que casi todos debieron pagar. El no. El nunca jugó con nadie, siempre debe haberse escudado en la impunidad de su madre, la conserje, que lo escondía bajo su gran falda verde cuando los más grandes buscaban venganza porque les había tirado naranjas. Ahora sacó la navaja con la que las pelaba y generó los primeros choques de torsos. Como si preparara su broma pasaba el filo sobre el pantalón y le quitaba las pelusas que su madre, pobre, ya no alcanzaba a limpiar cada vez que subía la ropa a la terraza (la última vez debió pedirle que tomara el canasto antes de subir los primeros escalones). Jugaba con la cuchilla y supimos que lo hacía en serio cuando su amigo se quitó la remera y lloró por lo que parecían marcas de una enfermedad venérea o sarpullidos con testes y círculos blancos cerca de las tetillas que no cicatrizaron a tiempo y que con esa triste exhibición le daba autenticidad al malhechor pero también era un pedido ayuda. Eramos cuatro contra uno cuando el cuarto se quedó sin luz.

lunes, 2 de febrero de 2009

Ellos


(Por Hipotálamo)
Hoy el mundo es una nena sobre el borde del balcón. Se despide de la abuela con la vocecita distinta a la de la radio del taxi, a la del televisor y a las cuatro del bar. Al lado de la abuela que le sopla besos pasa una mujer con las compras para la cena. Llevaba dos bolsas infladas de verduras y paquetes. Debiera sonreír por la tierna escena que supone el amor entre generaciones.
Hoy el mundo es el último chorro de soda. Cuando el gas le suelta la mano al agua, el pico exhala un quejido. Como si el sifón fuera un cuerpo alquilado, el cliente desconoce piedad y lo golpea contra la mesa. Hunde la yema del pulgar sobre la palanquita (casi la rompe) y el resultado sólo se altera por un estornudo de gotitas y por un pedido: "no doy más".
Hoy el mundo es la pareja que quiere cruzar la calle tomada de la mano. Visten ropa barata pero caminan decididos hasta que el giro de un auto importado los intimida. El automovilista les cede el paso y la pareja sigue sin devolverle el gesto. El automovilista cruzará muchas calles más hasta su destino y otra pareja lo insultará porque no frenó.
Hoy el mundo son dos amigos que pagaron la cuenta y no se van. El mozo se había acercado a la mesa, pero tuvo que disculparse marcha atrás a la barra porque el amigo que aun no termina de hablar contaba los billetes que costó un par de cervezas. El otro amigo jugaba con la correa de la cámara de fotos con las que esperaba retratar algunas esquinas si la luz se lo permitía.

jueves, 29 de enero de 2009

Mapas


(Por Hipotálamo)
Apenas el talón del continente de hojas descansa sobre las croquetas de cielo. Algunas manchas, unas cuantas venas y otros tantos lunares dejan breves espacios turquesas, rendidos ante la desventaja del otoño. Algunos vecinos espían desde la frontera con el silencio cómplice. Tres ojos ofendidos apenas proyectan la sombra de sus córneas; cada tejido de acero pintado a mano coordina las direcciones: suroeste, norte y sureste. Sobre el primero, duerme el gendarme de aduana, abrigado por el frío del interrumpido interruptor de cables y cobres. Sobre el segundo, dos soñadores debaten si la calma de la frontera es genuina o si algún vecino tendrá contactos en el ayuntamiento. Sobre el tercero, más cerca de la boca de entrada, una señora de plumas se percata de las cicatrices que deberá escupir si elige ese país creado por sus siestas.
En todos los casos, la decisión es inevitable: la tomarán ellos o lo hará el tiempo, es decir, las seis o siete horas que demora el intendente del parque en tomar el tren. Los tres dudan. No descansaron como el gendarme. Debían llevar ropas pero el temor al abismo fue más. Si alguien sacudía ese mapa construido por el viento, ¿quién atestiguaría el cambio de texturas? Si el camino no hubiera sufrido pozos ante la imagen, ¿quién hubiera reparado en ella? ¿El cuarto de oscuros jarabes sería una ilusión del olfato? Las frentes se alisaron al llegar el intendente. El gendarme se exaltó y el cromado blanco, prolijo pero artificial, continuará impune. Las ronchas del semáforo durarán mientras los pulmones exhalen quietud. Sólo resta esperar cuándo la lluvia alterará el mapa y el rostro de uno o dos protagonistas.

martes, 20 de enero de 2009

La Perla del Once (Primera parte)


(Por Hipotálamo)
Las paredes muestran sus venas, así, con los brazos extendidos y los puños apretados. Su revoque se descascara, clama a gritos una caída digna que lo haga polvo y que el viento lo despeine hasta Miserere. En esa plaza de paso duermen los habitués del 60, años en los que la sangre llegaba a los adoquines si uno miraba demasiado tiempo un escote ajeno. Era brava Perla, brava y tetona. Cada noche bajaba del tranvía sobre Rivadavia, entraba como la reina que era, y mientras le acomodaban sus ligas, las pastillas ya jugaban con el hielo de su primer trago. Y del segundo y del tercero, hasta que se velara el rollo. Gambas para mascar, si el pretendiente pecaba con ajillo, alpiste, mi amor. Si supiera Perla que ahí, cerca de lo que ahora es la boca del subte que invita a Primera Junta, Roberto la contempla cada noche, llora su nombre...
Fue su sueño desde la noche que gastó su primer sueldo. Ahí estaba, con un vestido escamado de lentejuelas, brillante entre el decorado de papel glacé. Ahí estaba él, frotando sus manos luego de la última paleada a la pista del Palais de Glace, listo para disfrutarla sobre el escenario que tan cerca le había quedado por el bueno del Flaco, ascensorista y compadre de pensión.
Perla cantaba como sólo lo hace una mujer. En ese castellano neutro. A medida que su pierna derecha se rajaba por el tajo, los boleros detenían el tránsito de la barra, lugar de paso obligatorio para el boleto de salida. La velada en cuestión muchos se levantaron indignados cuando intentó cantar en francés. Le había llegado un tapado de piel a la recepción y la pobre se imaginó entre la burguesía ascendente. Todo fue un fiasco. Como si Edith Piaf cantara “mi Dios, mi Dios, mi Dios”, o como cuando Cat Power entona Angelitos negros y en siete minutos da fe de que alcohol arruina el rouge. Nat King Cole, negro, pero hombre, se salvó hasta ahí nomás con Aquellos ojos verdes, como los de Perla, mi botellita de gin, como pedía que le dijeran antes de hacerlos sentirse únicos por una noche inolvidable (a veces la recordaba un mes después).
Así como el tiempo desnuda paredes, transforma piedras en aplausos. En el hotel Marcone sólo había botellas. Y rumbo a la pecadora volaron una, dos, tres, hasta que fue polvo de astillas. Roberto, más cerca que nunca, se quitó el saco y la protegió detrás de la estufa de hierro. El gesto le valió el susurro: “habitación 20, mi amor”. El puño de la camisa blanca ya era bordó. El Flaco, mientras lo llevaba al cuarto piso, le dijo que el manager de Los Hechiceros le había alquilado una pieza: “la 46, Robertito. Tomá, cambiate y hacé lo que tengas que hacer, pero con cautela”. El héroe amagó con aclarar las instrucciones cuando recibió un guiño, ese que se hacen los hombres si de mujeres se trata.
Pero Perla, dicho está, no era plural. Además de manejar el escenario, regenteaba comisiones por las estudiantes de enfermería que curaban a padres de familia. Un cliente célebre era Edelmiro Lonardi, Lona para todos, un gordo peligroso con el juego, pero fiel hasta que entró al hotel por primera vez. Ahí conoció a las primeras bandas de melodías latinas como Los Caimanes Santiagueños. Koli, el líder, se había refugiado en las vías porteñas después de un par de robos en Aguas y Energía. Los muchachos se llevaban bien hasta que repararon en el escote. Koli lo invitó a la calle. Lona arrugó, tapó las escupidas con el sombrero, y salió una mañana con ganas de volver. Lo haría con un plan. Y el Flaco, antes de cerrar la puerta del ascensor, prometió ayudarlo.