jueves, 22 de julio de 2010

Cero a cero

(Por Hipkjslkñdjaslkdj)
Cuando la voz de loro dijo bicho por el altavoz del celular, los timbres de frecuencia modulada cortaron el silencio del ómnibus. El bicho abrió los ojos ante los pasajeros, excitados a esta altura del viaje porque el diálogo entre bicho y loro terminara con cambio y fuera. En cambio, el bicho masticó al chicle como si fuera una mosca. El chofer frenó de golpe y un alumno empezó a llorar. El bicho miraba la decepción popular a través de sus lentes de marco dorado. Los compró en 1998, antes de un partido del Mundial. Paraguay y Bulgaria habían empatado sin goles.

lunes, 19 de julio de 2010

Sentado (no parado)

(Por Hipotálamo)
Sentado (no parado) a la cabecera de la mesa, como el padre de familia que no era, el cumpleañero mecía la cara como indica el desasosiego. De frente tenía hombres preocupados por el pelo, unos viejos compañeros de escuela. Había sido fácil perderles el rastro para que ahora estuvieran ahí, burlándose de la ausencia, saludándolo como si hubieran recibido la invitación con la dirección y la hora.
El cumpleañero ignoraba sobre políticas de privacidad en redes sociales.
Los inesperados, con ese pelo, ya habían dañado los platos de cerámica con las cucharas de metal. Una astilla saltó al piso. Empezaron a cantar para incomodar a este hombre clásico para este tipo de reuniones. Usó la sonrisa tímida, el tarareo nervioso y los dedos como batuta de orquesta. No había torta pero a mano izquierda apareció un bizcochuelo con techo de azúcar impalpable.
Continuaba la canción sin titubeos hasta que llegó el eterno desacuerdo entre los intérpretes después del que los cumplas. Tenía un nombre de tres sílabas el cumpleañero cuando la métrica de la canción requiere uno de cuatro. Algunos utilizaron el diminutivo, otros estiraron la última sílaba del original.
Se sumó el malestar por la vela ya que se trataba de un ejemplar para cortes de luz, ajena al cotillón, con la mecha usada en las noches del último verano y columnas de cebo. El cumpleañero recordó la fachada de un edificio gótico al que había entrado. Los motivos no vienen al caso.
Tomó aire el cumpleañero, dejó de cuestionar la vela y pidió un encendedor. La piedra estaba mojada, incapaz de hacer fuego. Sobre la mesa había caído un poco de vino.
Los aplausos y los silbidos terminaron la interpretación del cumpleaños feliz cuando uno de pelo inexplicable ordenó los tres deseos pero el cumpleañero no quiso saber nada con cerrar los ojos porque no había soplado la vela correspondiente para dejar por un instante en el bar esa sensación de penumbras que los cumpleaños cedieron desde los tiempos en que una torta genuina se adueñaba del salón entre todas las luces artificiales apagadas rendidas al protagonismo del fuego que iluminaba la sonrisa de la portadora de la torta con los dedos pegajosos por toda la tarde con el merengue.
Tomó un trago. Si bien el momento resumía la edad celebrada, el cumpleañero logró calmarse cuando su madre le entregó un sobre abierto. Cheques y una breve dedicatoria del firmante alternaban con billetes chicos. Le sorprendió el valor de un cheque por la generosidad (unos 420 pesos) y por el nombre, un tal Vargas el colombiano, al que su madre tampoco conocía. De hecho el cumpleañero le preguntó quién era, ella levantó los hombros y pidió un cuchillo. El azúcar impalpable cedió sin resistencia.