lunes, 8 de diciembre de 2008

Reflejos


(Por Hipotálamo)
Las persianas se levantaron el martes y el vidrio no había pegado un ojo. Parado, como siempre, lo estrellaba una idea, como nunca. Faltaba la semana que esperaba todo el año, pero eso era cuando todavía creía en el espíritu festivo, apenas unos días previos al primer feriado de diciembre, de ese lunes.
El calvario empezó con el adiós al domingo. Un grupo alterado de brasileños bajaron sus cierres y salpicaron orina contra su torso. Batallaba contra el vaho, mientras esperaba que el maestranza de las galerías lo oliera, que le acercara la manguera, nada más. Pero el buen hombre afronta un conflicto con el consorcio por las horas extra y nunca apareció.
Hace unos años las piedras lo dejaron sensible al tacto. El compañero había ligado balas de goma y la familia, acostumbrada al neón, le rogó que pidiera un traslado a una zona más tranquila que el Congreso. Tozudo, creyó que así terminaría dándoles la razón a los canallas de sus clientes. Mal que mal siguió al frente hasta que pasaron los brasileños, se borró el portero y llegaron algunos chicos contentos por la comunión. Después de esas biblias al viento, de los billetes simbólicos, todos los que caminaban cerca empezaron a mirarlo: los dueños del súper mercado lo hicieron de costado, una chica que no llegará a las playas se tapó la cara con la revista, los chicos que limpiaban parabrisas bajaron la voz, el cielo se hizo sepia y una señora grande (quien pertenecería a las abuelas de los comulgados) se creyó poseída cuando no encontró el reflejo de su imagen.
La humedad de la siesta le dio una tregua porque se encendieron los aires acondicionados del primer piso y un surco de agua trajo alivio. Cuestionó el rechazo de los ciegos, a algunos insultó, deseaba no volverlos a ver, reflexionó que los canallas no eran tan desagradables, que cuando la chica sin playas cumplió la dieta se llevó su piropo, que un ratito cerca suyo no le hacía mal a nadie, un comentario y chau, nada más, como la manguera que no llegaba. De repente sonaron villancicos, las luces titilaban, otras se encendían hasta que un empleado lo notó: el viernes, mientras cerraban la caja, la nueva se olvidó de ceñir el pantalón del traje de Papá Noel. Para escándalo, el maniquín era el que usaba lencería nocturna en la liquidación de noviembre. La nueva no volvió más. Y el vidrio pidió el traslado.

martes, 25 de noviembre de 2008

El Negro


(Por Hipotálamo)
La humedad mató al Negro. O eso creía la chusma. Todos los vecinos lo conocíany todos le temían. El que hablaba de sus negocios, flotaba a la mañana siguiente. Se metieran en su barril, irritaran su bigote, osaran con robarle la ración o circularan cerca en un mal día, adiós. Claro que ahora sabemos que los crímenes fueron obra del Negro. Ahora que el sol de diciembre le jugó una mala pasada, iluminó su zona impune y ventiló el olor podrido del último que se hizo el guapo. Hacían días que no caían pedacitos de surtido tropical cuando el jefe del Negro se acordó de alimentar a la barra y la batahola fue brutal. El Negro fue golpeado en el suelo, pero lo dejaron vivo. Airoso, pecó de fanfarrón y al dueño no le gustó. Lo pasaría a mejor vida.
La humedad de diciembre pegaba las ropas cuando el dueño salió a correr con una excusa. El operativo estaba planeado, sólo debía esperar a que el Negro se durmiera, meterlo en una bolsa con agua y llevarlo a oscuras al río de Puerto Madero. Según testigos, las prostitutas del Negro casi rompen los vidrios cuando se lo llevaron. Sus maridos, en cambio, se metían al barril, lo destartalaban y salían ebrios de la libertad. Diez cuadras abajo, la suerte del Negro estaba echada, pero su vida corrió serio peligro en el traslado, cuando la bolsa se pinchó y el Negro empezó a saltar hasta la manija. Fue cerca de la orilla cuando sus ojos se pusieron blancos. El dueño del Negro vigiló la zona. Nada raro: los estudiantes se besaban en los bancos. Se abrió la bolsa y el Negro debía caer al agua. Pero no iba a entregarse así nomás. Mordió con furia los bordes plásticos y sólo el tercer sacudón lo mandó al fondo, con botellas, más bolsas y viejos enemigos. Mientras el dueño del Negro empezó a trotar, el Negro empezó a transpirar: el Gordo le afeitó el bigote y el Rubio le rozó la vértebra. Bastó que se confundiera en la oscuridad para perderse con una promesa: “tengo que volver”.
Durante la ida, el Negro disimulaba desesperación pero en realidad giraba la cabeza contra el abdomen del que lo transportaba. El Negro siempre supo el día que intentaran descontar de sus servicios y por eso se aprendió el camino. Antes de que anocheciera, habló con la banda del Riachuelo que lo trataba como a un héroe por la batalla ganada contra María Julia. Los actuales capos quisieron ofrendarle un asado y la correspondiente merluza, pero el Negro sólo quería saber la canaleta que lo devolvía a San Telmo. “Agarrá la que desemboca en Azopardo y dobla en Estados Unidos. Acordate, es antes de desviarte por las de la facultad de ingeniería”, le dijeron. El Negro nunca fue a la universidad pero la calle la conocía como ninguno. Aplaudido por los muchachos, limpió sus pulmones con un catarro de flema, se embarró un poco el lomo y llegó hasta la esquina indicada. Antes de entrar a su casa, esperó que su contacto de la cuadra le gritara cuando tiraran la cadena así aprovechara el cambio de agua. Justo el dueño del Negro volvió de correr. Elongó antes de meter la llave y fue directo a la heladera en busca de agua. La casa era un horno y mientras ventilaba la sala, el Negro apareció en el inodoro, sin bigote, pero con los ojos amarillos de siempre. El cruce de miradas entre los dos inundó de temor el baño y el Negro volvió a la pecera. Prometió venganza por el barril.

lunes, 24 de noviembre de 2008

Puntos


(Por Hipotálamo)

. Trebuchet acompañará estas líneas. No le gustaba el punto: menos los dos, uno encima del otro. Pero son puntos. Y punto. Pasan muchas veces desapercibidos. Hasta sufren humillación, tal cual es el caso de los suspensivos… Uno, dos, tres, no dos, cuatro o seis. Un poco de respeto para ellos, o para él, capaz de ser seguido o de ser final, según el humor de quien lo hunda. Gustaría un punto de inicio, como el que figura cinco líneas arriba. Nótese que debe aclararse este ítem, este punto. Podría confundírselo con un recurso estético, con un síntoma de orden, según la lectura de él, quien pensó que recibía los últimos movimientos de la tarjeta de crédito y lloró. Estaba limpio de culpa y cargos, y lloró. Ese sobre no traía números: apenas 96 palabras y un punto, final, final.
Usó la carta como posa tazas, retiró el saquito de té, exprimió las últimas hebras y esa lágrima de siempre se coló hasta sortear la barrera más dura, la del grueso papel de sobre. La teína acelera corazones en estado de paranoia del protagonista que nunca leyó sobre eso ni eligió el diván. Mal no hubiera hecho, aunque iba a pagar en cuotas, optimista, sin interés. Ya era madrugada cuando la taza dejó un círculo marcado, invitándolo a entrar, a releer lo que le escribió. Luego del seco suplicio “Leé esto, por favor”, el punto ya no estaba. Se lo había llevado el sorbo que cayó de la cuchara. Lo buscó de un lado de la hoja, del otro, corroboró fecha y bar de escritura, bajó en pantuflas hasta el diarero de la esquina, el único despierto a esa hora. El punto no estaba. ¿Y ahora? ¿La llama? ¿Va? ¿No? ¿Dormirá? ¿Sola?
Así paso su vida pasó. Entre signos. De puntuación y de interrogación. De certezas y de incertidumbres. Los puntos los recibía, los signos de pregunta los paría. Entró en penas, comenzó a beber, le agregaba pastillas de edulcorante al té, tantas que sintió manzanas en la espalda. La sábana fría le recordaba lo solitaria que era la vida. Un día puso una bolsa de agua caliente, sin quitarle el aire lo suficiente como para esa explosión en los pies, alterando la forma de uña y meñique, bailarina pareja al son de Miguel Bossé. Todavía vendado, ya sin su té adulterado, destapó un vainillín. La metamorfosis del galán de gamulán llegó. Una cucaracha lo llevó en subte. Lo invitó a subir. Lo infectó con una aguja crochet. Ya era otra mañana, ya era otra sombra, cuando buscó una escoba para quitarse los dolores. El mareo lo tumbó. Esa noche recibió la carta. Cuando el punto estaba ahí. O no.

jueves, 20 de noviembre de 2008

¡Felices Fiestas!


(Por Hipotálamo)
Ahí va el chico de las hamburguesas rápidas con su combo navideño. Antes del ruido a trueno que hace la persiana, se detuvo sobre el mostrador del almacén: había una botella de sidra, algunos confites y una maceta de pan dulce envueltos en celofán. Sin margen en la tarjeta de crédito, la visita a los chinos valió el día. El chico de las hamburguesas rápidas no tomaba sidra ni comía pan dulce, pero le gustó la idea de apurar el año. Faltaban cinco semanas para la gran semana y el combo ya estaba ahí, listo para inaugurar la vigilia. Con el paso apurado llegó al balcón porque anoche no hacía frío y, mientras la botella jugaba con la explosión en el freezer, arrancaría a tirones las frutas secas. Lo haría como la maestra que tiraba de sus patillas, cuando los años eran de mañana. “Ah, la señorita Olga…”, contempló. Pensó en llamarla si tuviera el teléfono. Con la época como excusa, le daría las gracias. Ese reto era lo que entonces conocía por dolor. Ahora minimizaba aquella caminata carcelaria a la dirección; destacaba la lección que lo preparaba para las condenadas noches de la adultez.
El chico de las hamburguesas rápidas no recuerda la peor noche de su infancia. Fue cuando sus padres se divorciaron después de la primera hamburgueseada y de que soplara las velitas. La gota que rebasó el matrimonio fue que el payaso les había cobrado una fortuna. El accidente que este trago de sidra fría que casi se congela no olvida es el de la pelota de gajos celestes, blancos y negros, sólo pateada dos veces, una para iniciar el juego, la segunda para la esquina donde el colectivo la mató. El complejo de Adidas Tango le dura hasta el presente, por eso corre poco en el trabajo. Eso no le gusta al jefe, un ex amigo que de tanto sonreír ahora grita. El chico de las hamburguesas rápidas no pensaba en un despido con indemnización hasta ayer a la tarde, cuando el jefe le tiró una cajita feliz, armada, con el juguete adentro. Por eso mordía con odio el turrón mientras definía los pasos a seguir. Quería quitarse el olor a aceite de encima pero lo pagó una pelota que estaba en el balcón, olvidada por el desuso. Ya desinflada, la tiró a la avenida.
Sin aire para el alivio, pensó en los protagonistas de los días que se venían. Una vez destapada, la sidra sólo podía terminar en la sangre; abierto, las migas del pan dulce sufrirían calambres; el turrón, aunque pegajoso, aguantaba un poco más, quizás hasta Reyes. El milagro era que por una vez no hubiera torta helada, tan irresistible que la dieta pasaba a la segunda semana de enero. “Esto de las fechas”, magullaba, descreyendo de que las hojas del almanaque se llevan todo, de que el comienzo de la semana es el de una nueva vida, ¿y de que el sábado y domingo es el fin de?
La primera sidra del fin de año fue un éxito. Exquisita si se tiene en cuenta el precio y generosa por las sonrisas cuando las burbujas colapsaron en la garganta. Es cierto que no le provocó otros cosquilleos como antes. El chico de las hamburguesas rápidas recordó cuando, tímido, tomó un sorbito extra a la hora del brindis y se creyó mareado. Luego reflexionó sobre el paso de grado etílico en séptimo, donde pedía el paso del vino que se vino la pachanga. Una vez la señorita Olga lo escuchó y así le fue. Anoche estaba solo, sin nadie para retarlo. Los platos tan sucios que fue a lavarlos no sin antes llenar dos botellas de agua y mandarlas al freezer. Iba por las cucharas cuando las sacó, listas para tirarles un jugo en polvo. Esa fue una inteligente planificación y no le demandaba tanto tiempo como ponerse los pins después de planchar la camisa. Vestido para atender, el chico de las hamburguesas rápidas viajó al trabajo esperando que la noche llegara para otro combo navideño. Era el sentido de su días. El despido sin indemnización era inminente. Eso era lo que nunca leía en el diario gratuito: las cifras del golpe económico escondían las del afectivo. La mamá lo llamaba de vez en cuando y había insinuado invitar a la chica de las hamburguesas rápidas para el 24, pero no iba a ir porque al jefe se le fue la mano con ella y a ella le gustó. Otro posible ausente era el tío, que dirige a un equipo de la Liga que pelea el campeonato. Tampoco estaría el notable primo, tan ágil para los negocios como para las mujeres. ¿Y él? ¿Iría? Cuando llegara la cita tan esperada, se harán las nueve y el boludo él todavía seguirá sin bañarse. Luego de 32 noches de sidra, deberán despertarlo, tirarle un poco de perfume y que sonría hasta saludar a la tía del postre helado. Chocadas las copas será lo mismo de siempre: la noche donde todo está permitido para dar paso al despertar con la foto del primer bebé del año, la disputa de las madres por quién lo parió antes y el móvil desde la playa.

lunes, 17 de noviembre de 2008

Presa de tu ilusión


(Por Hipotálamo)
Casi era de día cuando Julián golpeó. Al minuto de trompadas a la madera, balbuceó un “abrime”, Laura se despertó, enroscada en la sábana, con los ojos chiquitos y feo aliento. Se abrió la puerta. El tampoco ocultaba el vaho de humo y ginebra (“La Corona es para los putos”, fue su frase de conquista). Era un macho rancio, de los que cuando ponen un pie adentro revientan los botones de su camisa. Iba por la bragueta cuando se le tiró encima. Sentí que se descuajeringó el sofá, el rechazo y la discusión. Desde hace un tiempo ella le reprochaba sus actuaciones en el bar, donde compensaba el sueldo por una cuenta corriente. No es por defenderlo, pero sé que lo conoció así, después de la obra en la que encabezaba el reparto. El pobre nunca entendió el protagonismo de la relación. Y la última vez ya no fueron juntos al súper. A principios de este mes me habían llevado hasta el departamento del séptimo piso (ahora que lo pienso, no sé cómo habrá subido). Cerca del living estaba yo, muerta de frío, escuchando todo: que te vi con la moza, que tus celos me tienen harto, que los vecinos se quejan, que no querés chicos, que bancate lo que sos, que lucho por mi vocación, que no me cambies de tema porque la moza te llamó, que otra vez con lo mismo, que mostrame los mensajes de texto... Hasta que el bolsillo vibró sin parar hasta vencer el tiro del pantalón. La estúpida recién terminaba con las mesas y quería saber si dormían juntos. Laura chequeó la ortografía, entró a mi cuarto y le tiró con el plato sucio. “Que te lo limpie ella, hijo de puta”, susurró, mordiéndose el labio.
La puerta de entrada sufrió otro golpe, seco, como el hielo. Todo quedó en silencio. ¿Lo dejó? Julián balbuceó más insultos al aire. Ni un sollozo de mi macho rancio. ¡Lo dejó! ¡Solo para mí! Todo este sufrimiento valió la pena: las mañanas en el campo, la mudanza a Liniers, el día que en la ruta casi me violan los de la villa, el manoseo de los guarangos de barbijo, ¡los pinchazos!, las etiquetas que soporté del gerente, un suelo de goma, un techo transparente, el perfume de orégano, la soledad de los primeros días, la adaptación a la misma música de FM, la piel erizada por los bombos de plaza de Mayo, y esa siesta inolvidable, cuando me sentía en el horno hasta que él se acercó, discriminó a las vecinas y me llevó. Ya en su departamento soporté cómo ella le cantaba mientras cocinaba, un escape de gas y algunos ruidos contra el mármol. No importaba. Ahora estábamos los dos. Así que dale, papito (yo sí te digo papito); no toqués, tonto, abrí sin pedir permiso; eso es, sacame, sacudime un poco, así, abrigame en tu boca, yo me banco el alcohol; pero no, no, no hace falta prender el horno, ay, bueno, cómo me calentás; esa es la cremita que venía conmigo, ¿no?, qué feo el patito, sacámelo de encima, no, basta, ya está, la piel se me eriza, cuidado con el muslo, así, así, así no, pará, cerrá que me va a agarrar fiebre; escuchame: ¡Julián, sacame de acá! ¡Julián! Media hora después, me crispé. Todavía respiraba cuando la moza tocó la puerta. Agarró otro plato y al lado me puso cubitos de morrón. Si sabía esto me quedaba con los de la cubetera. Vi en carne propia qué eran los ruidos contra el mármol. Recién después le agarró hambre. Ojalá que las inyecciones hayan sido de hormonas.

viernes, 31 de octubre de 2008

Reina madre


(Por Hipotálamo)
Reina deseaba ser deseada. Que los albañiles cayeran de los andamios. Que los taxistas abollaran sus paragolpes. Que los diarieros le invitaran lágrimas. Que el verdulero le diera el vuelto en zanahorias. Que el florista le separara una magnolia. Pero reina, lo que se dice reina, se sentía cuando los hombres del colectivo se ponían de pie para que eligiera ventanilla o pasillo. La primera vez se inclinó por la primera opción, así el viento de Talcahuano la despeinaba. La idea duró algunos viajes. Hasta que una tarde le llegó el turno de bajarse cuando el abogado del asiento trasero le mordió un mechón con los ojos cerrados y el hincha de Boca movió sólo sus piernas para que el vestido pastel le pasara tan cerca. Luego usó un pantalón pinzado, ajustado a la cola. Aún así un cajero de banco se levantó antes que el resto y cedió su asiento individual. El 39 frenó de golpe, los papeles volaron y se olieron en la confusión. Sonriente como si escuchara un programa de radio, le cambió el humor cuando el bruto del volante hizo bailar los cuerpos y generó el roce de la bragueta con su hombro. Lo miró con el ceño fruncido y él levantó sus cejas dos veces. Reina se puso de pie y empujó a las mujeres que venían con la boca llena de papas fritas, escupiendo migajas de la risa. “Eso le pasa por tener coronita”, comentaron dos Marujas.
Reina ya no deseaba ser deseada. Se levantaba cuando todavía era de noche para caminar diez cuadras hasta el subte. Con ojeras, valía la pena correr por las escaleras porque ahora ella empujaba ante el sonido de la chicharra. De vuelta a casa, un chico de estampitas quedó prendido de sus caderas y un vendedor de perfumes notó la humedad de sus axilas. El guarango revisó el bolso. “A vos te voy a dar… todo el día”, le dijo, pasándose la lengua por las encías. Reina apenas reparó que no le faltaban dientes. Y le avisó que bajaba en Malabia. Salieron a la luz, el vendedor de perfumes se acomodó el traje azul heredado del padre, despegó el abanico de billetes de la mano, saludó al portero y la empujó al ascensor. Hasta el noveno piso, se contagiaron de sudor. Ya adentro, Reina dejó la oscuridad abrumada por ese animal de conurbano que le había mordido el cuello, los muslos y el mechón de pelo. Pensó en él toda la noche hasta que la farmacia de la cuadra abrió sus puertas. Iba a comprar la pastilla del día después. Pero la semana de atraso llegó. La médica laboral acreditó sus vómitos. Así tuvo las tardes para buscarlo por la roja línea B. Le dolía caminar pero eligió la salita de la C y pasó mañanas en Retiro y en Constitución. Los panchos eran más baratos y más ricos que las zanahorias, pero nunca encontró al vendedor de perfumes. Meses después, Reina volvió al 39. Y el primer asiento estaba reservado, ahora sólo para esa pancita.

miércoles, 22 de octubre de 2008

Imperfecciones





(Por Hipotálamo)
Lloraba tanto que su moco fue otra pompa de jabón. Pataleó hasta embadurnar los azulejos de espuma. La falange del anular izquierdo le fregaba la cabeza como si el sumidero se llevara la foto con ella de blanco. Le advertía que si volvía a hacer otro escándalo la próxima se las arreglaba solito. Cuatro días después habían retomado al diálogo pero la sentencia se mantuvo. Sólo le pidió que lo ayudara con la polera puesto que el cierre solía rasgar su nuca. Del otro cierre se encargó él, despidiéndose de la niñez. Echó a correr el agua, puso el tapón y desparramó el shampoo enemigo sobre la bañera. Un pato de hule y un perro de plástico lo rodeaban hasta que la burbuja explotó y dejó sus imperfecciones a la luz. Empezó por los pies ya que ellos habían sido los culpables de este baño. Fue cuando notó la uña del dedo gordo distinta a las demás, distante a la publicidad del pie feliz. Un alicate que pulía el gris rosado lo introdujo a la dramaturgia. Pero si quería ser pirata y terminar con la vida de las mascotas debía llevar una marca. Miró de cerca la navaja del hermano mayor cuando el jabón siguió de viaje hasta la rodilla. Tenía cinco años cuando lo empujó contra una bolsa de sobras de la empresa de carteles familiar. Tampoco recordaba que la cicatriz medía sus centímetros. Conforme con la huella, tomó aire para enfrentar a esa gelatina de durazno, amoldada entre el pubis y el pecho, dejando al pupo como emoticón de asombro y al primer pliegue de piel como techo a dos aguas. Disfrutó jugar con el relieve de sus costillas y le cambió el humor ese pelito de la tetilla derecha. Se había armado de paciencia mientras sus compañeros coqueteaban con las de séptimo grado. Acostumbrado a más, llevó su mano a la izquierda, donde el rebote fue más duro que el de la pecosa del primer banco. Sintió que podía conquistarla cuando ganaron el concurso de dictado. Más cuando se erigieron como la pareja de talentos luego del primer relato sobre el recreo. Y qué pensar cuando dejó a los amigos del fondo. Si supiera que ahí estaban los que a ella le gustaban, esos bandidos lindos o feos pero con el delantal corto, firmado, dibujado y sin reproches maternales sobre irritación ocular. La ducha volvió a abrirse y seguía sin cambiarse delante de hombres; menos en el gimnasio. No era un atleta, sólo se vestía como tal. Otra vez lunes de un nuevo mes, otra vez a la cinta de correr. Elegía la siesta a la espera de alguien que repare en sus zapatillas plateadas. Fue cuando la chica del conjunto Adidas se puso a su lado, luego de una caminata feroz, de cinco minutos, los suficientes para que le dijera algo antes de que eligiera los auriculares. La timidez en el habla debía compensarla con el trote y fue subiendo de niveles, formato nórdico si hacía falta, sin flaquezas. A la cuarta siesta se saludaron y luego de la rutina llevaron sus botellas de agua al sauna, ¿segura, al sauna? La nube de calor disimuló la uña del pie y la toalla la cicatriz. Pensó en meterse con remera como los veranos de playa. La sonrisa lo obligó a quitársela y a acostarse para evitar la mirada fija. Allí le habló. Le dijo que leía, le preguntó qué leía. La intimidad no duró ni una respuesta cuando el grupo del fondo se sumó: abrumados de endorfinas, tallados en bronce, rieron, rieron, rieron hasta cuando despreciaron al anónimo, al amigo de la sensación de Tribunales. Hablaron sobre autos, casamientos, salidas, celulares, cócteles, televisión, dietas y tratamientos capilares. Los ojos empezaron a arder como la primera vez.

jueves, 9 de octubre de 2008

Avenida Corrientes

(Por Hipotálamo)
Las bibliotecas son horizontales, tumbadas como zapatillas de talle único. Los músicos son solidarios, sobrios como pide la cultura.gov.ar. Los africanos son custodios, discretos como si sus joyas valieran el silencio. Las mujeres son de imprenta, perdidas como las voces de sus gerentes sin título. Folletos más, folletos menos. Follemos más, follemos menos. La oferta baja desde Callao hasta el Luna Park.
Sin guantes ni vaselina, a los cojines de El Ateneo Grand Splendid. Abajo, una raya al costado, la mandíbula de monedero y el lunar beige. A su lado, una rubia del 76. Llega el hijo. Pispea el recital. Mejor cortate el pelo si querés lo que pide la inmobiliaria. La futura madrastra se acomoda el escote. Estás hecho un hombre. Circe. La cuenta, por favor. Cuente bien. Cuenta bien.
La taza escaseaba en cafeína. ¿El cojín se hará sofá cama? Vamos, de pie, lector, a la biblioteca vertical. En la sección de argentinos, antes de Marechal, cuatro ediciones de ese padre del aula inmortal desde el 99, caminante en zapatos náuticos, abdomen de meses y marcos negros: David Lagmanovich. Una generación de periodistas fue su alumnado. Para algunos, la tortura franciscana. Dictaba clases los martes a las 7 y ahora fue reconocido por una editorial española.
Camino a las mesas de saldo, grandes escritores ridiculizados en carátulas al costo. Borges y Bioy Casares confundidos como si hubieran nacido Bustos Domecq. Un lector voraz del fútbol rosarino los daña. Bang, su pistola dispara pegatinas verdes. Bang, ahora naranjas. Escupe y deja su sello: pesos diez. Cerca, Sábato. El rostro resignado por sus recuerdos de España sobresale. Suena mejor perderse por Parque Chas, chas, chas. ¿En la colita? Vuelven los folletos. Se los recibe con la amabilidad que se los tira. Piensan que todos toman sopas de letra, esas biblias de trenes inflamables. Banfield se hace presente. ¿Y Cortázar? No hay usados, responde la ex vendedora de Essen. Oh, Carol, es exclusivo de Yenny.
De pausa en la confitería, una pareja se tose. No habrá confites. Otra transmite su incomodidad al mozo. No atiende. Ay, fuego, fuego. Hay fuego, en la cocina, fuego. Agua, que sea del río, lejos del cine impuntual, del rincón beatle desesperado, cerca de los enanos lustrabotas, de los relojes del custodio, de los diarios gratuitos mojados para la balanza.
El juego fue en vano. No hubo Rayuela a precio de fábrica. Tampoco la escondí bajo el sobretodo. Hubo hallazgos como dos tucumanos que roban risas en el paseo La Plaza y la revista Sur con su Borges tan parecido físicamente a Aurane. Al margen, Carriego, Almafuerte, Baltar y Lugones en Proa y Prisma. Un año atrás las publicaciones costaban casi quince monedas, hoy sólo cinco. Para el final: el rescate emotivo. Morón, tierra de Tristán Baus o Amelia de Praino, dos de los nueve escritores que el 20 de noviembre de 1980 fueron dueños del lejano oeste. Publicaron quinientos ejemplares de Los senderos de la mente. Uno llegó a mis manos. Ahora leo el cuento Nace el sol, muere el sol, dedicado al profesor Arturo Cambours Ocampo. ¿Será el mozo que no viene?

miércoles, 8 de octubre de 2008

We have a winner



(Por Hipotálamo)
Obama será presidente de los Estados Unidos. Ganará los comicios con amplia ventaja, no suena a rey del mundo pero sí gobernará el país del fast food. Mc Cain seguirá en una bolsa de papas fritas. Lo sé yo, lo sabe el mundo después de la noche de Tennessee. Acaba de terminar el debate entre el demócrata negro tirando a latte de Starbucks y el republicano de boxers azules y camiseta blanca. Es fácil imaginarlos en la intimidad luego de los comicios. El ganador azoteará a su chica Michelle con Tina Turner en el plasma de la Casa Blanca y el otro será azoteado por la rubia Cindy. ¿Quién lo disfrutará más?
Una universidad de Nashville fue el escenario del combate. Ni Martin Luther King ni Don King. Obama subió como el que se sabe ganador. Sólo le faltó mover su mandíbula ante el puño corto del coronel retirado. Las poses los definían. El joven, cómodo en la banqueta, como si escuchara en un pub a Dylan. El viejo, en patitas de pie, algo afeminado por el tiro del pantalón. El negro seguía con su blanca sonrisa al contrincante que anotaba con su irónica zurda quién sabe qué.
Casi me duermo, sí. Pero injusto sería quitar las gracias a Telemundo, tan cortés con América 24. Ahora bien, una de las cosas más impactantes pasó en los detalles de la transmisión. No, no se pegaron entre los candidatos. Sí le faltó Corega a la dentadura del colombiano/mexicano/nicaragüense que dobló al castellano la voz del moderador. Hablaba como Abraham Simpson. Mientras que a Obama le pusieron la voz de un hombre corpulento, aunque dubitativo en algunas construcciones, como cuando a Osama le dijo Obama. Ouch! Siguiendo con la tendencia, una voz débil, sin futuro, fue la que le tocó a Mc Cain. Yo hubiera puesto al Ruso Sofovich, sobre todo cuando rengueó una mueca sobre Putin.
En tanto, el público nunca transmitió clima de unplugged. Sin saludar, fueron directo a preguntas como cómo quieren que confiemos en que ustedes solucionarán el hit de la crisis económica (tiembla la del 30 en los charts) si ustedes nos metieron en este baile. Y Obama cada vez que se paraba parecía listo para el trotecito de Proud Mary. No le hacía falta. Lo mismo dejaba feliz a esa muchacha de 38 años, alejada del matrimonio, versión Saturday Night Live de María Laura Santillán. Mc Cain también mostró su sex appeal. Cerquita del doble de Michael Moore, fue cuando el pelado de pantalón crema, camisa bordó y cliente top de Gillette le dijo que fue marino y se ganó la palmadita en el hombro y hasta la derecha firme. Sondas para Bussi, please.
Para el final, la realidad. Los aplausos los relajaron al punto de cruzarse delante de cámaras y poner el grito en el cielo de don Abraham. También el público se sacó el traje de los estamos juzgando y se sacó fotos con Obama, en cámaras de carcaza negra y amarilla. Ya corría el alargue. Un partido de 90 minutos pasó entre ataques y contraataques. Y el winner seguía ahí, esperando el flash de ese estudiante afro americano que ya tapizó su laptop. La papelera de reciclaje está abajo, en el lugar de siempre.

miércoles, 1 de octubre de 2008

La otra cara de la moneda


(Por Hipotálamo)
Fue en Corrientes y Suipacha, antes del monedero electrónico. Volvía de la panadería cuando ahí estaba, dormida, plateada como una sien. Valía cinco pesos, era enorme, más grande que las actuales de cincuenta. Llegué con la novedad y mi abuela, coleccionista de boletos capicúas, puso la cara que imaginaba si Susana alguna vez llamaba. A pesar de los envoltorios de pan Fargo y los sobres a Oca, nunca sonó el teléfono. Y esa moneda fue lo más cercano a la fortuna que estuvimos.
Pasó el tiempo, se fueron los australes, llegaron pesos, patacones, Le Coq Sportifs. Y las monedas ahí, firmes como soles y escudos y monumentos. Frente a la iglesia San Francisco está el templo de los panchos, con tantas cazuelas como liras, shekels, pesetas, níquels y los primeros euros. Billetotes de otros mundos en vivo. Pero a mí siempre me gustaron las monedas, de las cobrizas y de las ocres. Por eso le canjeé sin drama a mi abuela la plateada por un bono con la firma de Ramón Ortega. Hoy no lo haría. De hecho, pienso en esa señora eterna que al frente de los panchos y antes que irrumpa el mimo (ya lo atropellaron, ¿verdad?) clama por una moneda que la ayude; y en los pequeños vueltos que se quedaron los taxistas luego del acto de demora; y en el chancho de loza que trajo mamá de Perú; y en mi compañero de cuarto que llenaba una Coca de dos litros con las de un peso y estrenaba look en Olivos; y en el sapo de bronce, compadre retro del pingüino de vino.
Fue en Estados Unidos y Calvo, después del hit "P.I.M.P.". Volvía de tramitar el DNI cuando ahí estaban, dormidos, oscuros como el hollín. Me preguntaron si tenía una moneda para la birra. No tengo ni para el colectivo, sonreí, palpándome dramáticamente la campera. Y ellos entendieron, a pesar de la penuria. Otra suerte tienen los mozos. La propina mínima es un billete, cuando por una lágrima que pronto será llanto corresponde el quince por ciento, unos noventa centavos que valen. Porque no son pocos los que juegan con el café en Palermo Hollywood (hoy vi a Julio Chávez) y luego parten a pie hasta plaza Italia para subirse a la realidad. Una vez arriba, es como cuenta Cortázar: somos dueños si encontramos libre un asiento doble y nos ubicamos del lado de la ventanilla. Descanso, pabellón. Una batalla ha quedado atrás. La aureola en sus axilas los delata. La frente suda como cuando rendía matemáticas, sacaba Muy Bien, y era premiado con un polvorón. Ahora, no hay fórmula para obtener monedas que pueda con los quiosqueros. Hasta los cigarrillos que son garantía de pulmonía, pero primero de vuelto en monedas, tienen una nueva norma: abone sólo con cambio. Otra es bajar al subte, comprar un boleto de noventa con dos pesos, guardarlo para alguien sin fobias, y volver a la luz, con monedas, brillantes, listas para perderse en el Laverrap, el patovica de este emporio que sólo acepta a las de uno. A las de veinticinco plateadas, depende el humor; a las de veinticinco doradas, sólo si están en la lista.

viernes, 26 de septiembre de 2008

Elodeon



(Por Hipotálamo)
alfredoharaoz@hotmail dice:
no, así no digo nada, debo aburrir! :d

Mientras los mosaicos titilan no puedo apagar ese naranja porque mientras la puerta tiene doble candado la ventana principal, experta en debuts, yace abierta, aguardando mi entrada triunfal.

Alfredo dice:
así?

No, tampoco. Podría darle un touch de amor inglés, pero no faltará el che, el niño tiene sed... Y no hay naranjas, limas ni tamarindos que funcionen como un pomelo. ¡Ah, sí! La espalda se eriza, las teclas se chocan. Ya está.

Poemelo dice:
Puta madre

Pomelo dice:
Rocanrol nnnnnn!!!

Tampoco, muy usado. Saborido me tiraría con un emo. Como el ticón feliz: dos puntos y paréntesis cerrado. O el ticón triste: dos puntos y paréntesis abierto. Esos son los más fáciles. Ahora vienen unos ridículos que, interpreto, se activan al tipear palabras de una sílaba. Ejemplo: no sobrevivió. Y el no es uno de los tres chiflados moviendo su índice de izquierda a derecha.

Hasta la victoria siempre dice:
aguante La Poderosa, carajo

¿Carajo? ¿Mierda? ¿Soy Mirtha Legrand? ¿Quién soy? Esto que acaba de ocurrir se conoce como sub conflicto del macro conflicto que es el síndrome del nick creativo. Un segundo, por favor, Vilma Ripoll acaba de conectarse.

Pasame más tinto dice:
Hola, Alfredito, ¿se vino la pachanga?

Hasta la victoria siempre dice:
Jajaja, no, hoy no, anoche reventamos… (se me ocurrió un nick)

Vietnamitas en la espalda dice:
Así que me quedo en casa, aparte fin de mes…

Pasame más tinto dice:
Bueno, bueno, saludos. Estos capitalistas de mie

Pasame más tinto dice:
mierda…

Vilma pasó del verde al gris. De una lista a otra, sin escalas. Tengo 65 contactos. Nunca me tomé el trabajo, como sí lo hacen los populares, de separarlos por amigos (algunos quedan), compañeros de trabajo (no tengo, trabajo no tengo) o familia (mi mamá me sigue llamando, suspiros). Si tuviera que hacerlo sería en dos categorías: ilegibles y legibles.
Diálogo entre ilegibles:

.....:)))¨¨¨¨¨¨!!! ¨¨¨¨¨(((:..... dice:
adiviná quién soy???
[c=#80080] (L) dice:
hey, qué hacés?

Los legibles tienen otra complicación: porque a los creativos de Silicon Valley se les ocurrió poner, debajo del nick, otro campo minado para compartir un mensaje con nuestros contactos personales. Es la bajada del título de nuestras vidas y puede ser una invitación sexual (estoy en casa, aburrida) o publicitaria (http://www.leebrucelee.blogspot.com/). Si a todo esto se le suma un tercero que son los parlantes y el temita que escuchamos, también habrá que pensar qué poner en i-tunes. Esto último me encanta porque la música desenmascara: si el mail es lolaramone85@hotmail.com y escucha Maná, listo, no admitir, eliminar, tirar este contacto. Quedan 64.
Ahora, si me disculpan, me voy. (Salí a comer).

domingo, 21 de septiembre de 2008

Despedida

(Por Tálamo)
El editor poronga critica el primer post de yo (Tálamo). Sin escrúpulos especta: “muy Síndrome de domingos por la tarde”, escribe una coma (,) y atenúa “pero está muy bueno”. No le creo.
No importa. Desde las azoteas de mi propio orgullo comunico mi autonombramiento en el puesto de director de arte: él me indica qué y cómo escribir, yo, entonces, teniendo más cancha para estas cosas del la informática, de aggiornar; porque soy un esteta.
Hablando de mamas.
La una era “Camila”, la otra “Ada”. La primera saludaba abrazando, la otra filosofaba; las dos de gran culo. ¿Putas? Naa, más bien “relacionistas privadas” designación que Rodolfo Rabanal cree “perfecta para encapsular una profesión a la que ninguno de sus sinónimos corrientes garantiza un adecuado disimulo social”.
Ocho hombres en la mitad de su vida. “Vengan coman asado, el chorizo lo comen después” y las risotadas propias de una convención de empleados carniceros.
Claro, hubo buena plata, ya le habían pagado, se la puede humillar verbalmente también. “Ya viene la morcilla”. "Jaaaaaaaaaaaaaaaaaaa". Si, descubrieron la pólvora.
Acaso, contratar los servicios de chicas que cobran por sexo, también sirva para hacer todo lo que física o inmaterialmente no se puede hacer con una no residente ni uriunda de Babilonia.
Ni en la mesa de los Campanelli ni en la de los Benvenuto había tanto ambiente familiar. “Pasáme el pan”, “si, como no”. Tutú.
Portaligas la una, culotte de encajes la otra. Emulaba la prima ser Gwen Stefani: se sabía la letra del tema que bailaba.
La otra se fumó la obra cumbre del director Andrew Bergman y aspiró el polvo de estrellas que su protagonista Demi Moore, de dejó en una línea armada en la pantalla del (seguramente) 17 pulgadas Philco y sin control remoto. Si, hizo la coreo más famosa de la peli, pero con agregados autodidactas. Camisa, corbata, sombrero y botas. Hasta hizo una pirueta que de tan buena me olvidé cómo empezaba y me quedé con el solo resultado: sus rodillas en los hombros del agasajado y su cona en a la altura de la boca del mencionado.
“E, e, e, e, e, e”, gritaban los darwinistas, todos ellos con un vaso en la siniestra y la diestra en el bolsillo, procurándose el oprobio. Claro, con pantalón pinzado es más fácil, viejos verdes.
Fin de show, aplauso para el convocador.
“¿Nos llevás? Tenemos otro servicio…” Sí, claro.
En el auto: “Che, Cami, creo que me vino otra vez. Tengo que arreglarme el D.I.U. Mi ginecólogo me dijo que se mueve y se cambia de lugar porque yo ‘lo uso mucho’”.
Salú.

viernes, 19 de septiembre de 2008

Ctrl. X

(Por Hipotálamo)
Acaba de pasarme algo difícil de digerir. Y a decir verdad un poco golpeó mi estómago. ¿O habrá sido la cena? No, fue eso, el seleccionar lo que estaba escrito acá, debajo de estas palabras que ahora pintan el blanco, agarrarlas línea por línea, y borrarlas. Nunca más volverán a ser escritas. Nunca en el orden que lo fueron y con el sentido que fueron escritas. Nunca jamás, Michael Jackson. Nunca jamás, oh, Peter Crouch. Y el Ctrl X es una decisión, señores. Dimensionar que lo que yacía en este pueblo era una mierda, que lo podría haber dibujado el amiguito de Word, ese que se hace caja, piensa, guiña… Y como sinceros somos, porque un sábado a la madrugada sólo se es sincero o no se es, estas palabras quizás sean peores que las anteriores, pero son nuevas, mire, señora, lo último del mercado, recién llegado de fábrica. En eso esperó que pase el colega de los crucigramas, uy, dejame ver la espalda, se agachó con dudas, pero mirá cómo tenías, todo manchado de blanco, anduviste durmiendo en la plaza… Y se miraron. Un crucigrama voló, las palabras se confundieron, cómo le va a tocar la pieza. Si lo único que disfruta Alfonso es sacudir su colchón mordido y taparse mientras las lenguas se gritan desde los taxis, otros orinan ríos hasta la vereda, y los condenados, felices, bajan sus fobias y se confunden contra el cartel de la obra en construcción. Fue lo más cercano a un proyecto que estuvieron. Dónde estará el boldo.

jueves, 18 de septiembre de 2008

Hola, soy amigo de



(Por Hipotálamo)
¡Cállate, cállate, que las desesperas! No es que no te tengan paciencia. No te soportan, estúpido. Es tupido tu pelo, tu camisa flota, tu celular pende, tus migas se escurren, tu etiqueta se despega, tu zapato se despunta, tus pómulos se corroen, tus muelas se roen, tus orejas se nublan, tu nariz se deforma, tu forma, puaj. No las dejaste hablar. Te creíste el rey de la preparatoria, pero tus amigos no entraron. Jalaste la solapa del hombre efébico, activaste el emoticón, simulaste años, pasaste. Adentro, hola, hola, cómo va, dale, dale, subo, subo, hola, ¡hey! ¿Hey? ¿Ho? Jojojo. Alzabas la mano como te enseñó el pen, mientras leías El péndulo. Sí, nena, leo a Foucault. Estúpidos nosotros, pensábamos en Eco, Eco, Eco. Tus palabras armaron un flipper. Y flotabas entre pitadas, como una mascota perlada, con el poco aire que te quedó del after, después de la aspiradora. Husmeabas como un perro, olías las carteras, te prendías a los pantalones, ladrabas mal, ronroneabas mejor, infiel, eras un gato, acostumbrado a las cornisas. Ya vas a caer.
¡Pero si yo no hice nada! Creías que no. Hasta que vine yo. Y te vi. Tus ademanes irritan. ¿Fuiste feliz alguna vez? Hoy, cuando te levantaste, en serio, ¿hola, hola?, ¿dale, dale? No te creo. Palpaste tus bolsillos, uf, quedaba una moneda, le soplaste tu aliento, se puso ocre y la máquina del ómnibus la escupió. Pero si ómnibus significa para todos, pensaste. Míralo a él, míralo a él, estudió latín una semana y se cree vástago-us-a-um. Si supieran que al ayudante de cátedra le gustaron los ayudantes de cátedra y los alumnos de pelo tupido, hasta que lo conoció, le susurró respuestas: a, c, a, b, a, a, c, a. Le dio las gracias sin captar el mensaje/propuesta/suplicio. Volvió al pupitre para zurdos, giró el torso, pss, pss, dale, dale, las respuestas. Entumecido, llegó el ayudante, ¿se les ofrece algo? ¡Dómina, dómina-ae! Estos chicos, ay, qué lindos son, no debo decirlo, estos chicos están plagiándose, ay, qué lindos son, si vinieran a mi casa una noche, pero en qué se vuelven, sí, tengo que esperar que ella se jubile, y subo, subo, hola, ¡hey!

miércoles, 17 de septiembre de 2008

Last train to Banfield

(Por Hipotálamo)
Cortázar ideó Rayuela cuando viajó de noche a Banfield. Apagó el cigarro en Constitución, le dejó ocho monedas de 10 centavos al vendedor encarcelado y lo empujaron hasta el Roca. Se topó con un muchacho de melena tupida llamado Joey Ramone. Sus codos y rodillas se enroscaron sin reproches. Viajaron apretados por el resto de los pasajeros. El escritor trataba de leer el diario gratuito. Empezó por la tapa, gambeteó la sección Policiales y terminó en los obituarios. Luego lo hizo al revés. Un best seller te voy a dar, pensó. El músico quitaba la cera de sus auriculares mientras pensaba en la boda de un compañero de trabajo. Punk rocker te voy a dar, gimió.
El tren se detuvo en la segunda estación: Avellaneda. La puerta bufó. Se abrió: la puta madre. Se cerró. La puerta bufó. Se abrió: la reputa madre. El humo de la ropa unió a trabajadores y a fumadores. Fábrica y burdel, pegados, porque bailar pegados es bailar. Rumbo a Gerli, las luces empezaron a jugar como si fueran de neón. Una hilera de luz, otra de sombra. Las ventanillas estaban selladas y las bocas de aire apenas rozaban las barbas. Los vagones eran castillos de naipes. Y el resto descansó en el prójimo. Si se caía uno, todos.
Lanús fue movimiento. Los carriles marcaron el ritmo de samba. Las manijas de seguridad bailaban de acá para allá, de acá para allá. Una estudiante minúscula quiso subrayar su libro de Balzac y de atracón pintó su mano izquierda. Así les va a los ideólogos del nick, pensó Cortázar. Ramone, en otra, giraba la rueda del I-pod hasta que el meneo lo cansó. Se despegó con aceite verde, buscó sin éxito al doctor Benway y empezó a tocar. ¡Foul!, gritó un ambulante cuando las fans de Expedito y sus esposos de similar afición se llevaron puestos a la muñeca inflable dos por uno. Atrofiados los huesos, Cortázar y Ramone se adormecieron en Remedios de Escalada. El tren había perdido el encanto. Podían sentarse. Tenían cinco asientos, por así decirlo, libres. Pero una familia de mulatos subió para apoderárselos. Entre ellos, en una pierna y dos muletas lo hizo Doro, el diarero de Rodríguez Peña y San Martín. Al bajar en la estación final, entre diario, diario, saltó como si las calles fueran de adoquines, surcadas por tizas, números y un cielo ya con Cortázar y Ramone. Si bien desconocía el inglés, tarareó: “I wanna be sedated”.

Entre dos amores

(Por Tálamo).
Se cumplían dos años de tortolidad, de aguante mutuo; de ponerle la mesa a la suegrita.
Había que hacer un regalito, y destilando sensaciones de publicidad de chocolate, el Romeo se escribió veinticuatro poemas, en representación de los veinticuatro meses de eso que dicen “novio”.
Llevó a la no vidente a contemplar la salida de la luna; compraron sirah cabernet, fazzolettini a los cuatro quesos y paella unos sorrentinos de calabaza también con todos los quesos suizos y taficeños.
Más tarde el país estaba en vías de superpoblarse: todo telo ocupado en martes a la noche. Siempre uno le esquiva el bulto al mueble más caro, pero afrodita pedía y pedía.
Que el jacuzzi, que un comando de luces, que reposeras en un patio, y aunque el plasma estaba apagado, Venus transmitió en vivo.
Esa mañana, al Hipotálamo se le ocurrió este blog en cooperativa con el suscripto. Refugiándose en su ineptitud informática, dirigía por teléfono, mientras, además, utilizaba la ventana de mensajes como recurso contemporáneo de un Corleone. Se puso en editor, "poronga", que le dicen. Encargó post con cierre de redacción a horas de la noche.
Ya durante la mañana vino la sanción. “Hola”, dijo el que de verdad labura, “no escribiste nada” arengó el explotador. “Tuve que cumplir con mis deberes de amante”, se excusó el trabajador; “no escribiste nada”, volvió a reprochar. “Escribí sobre eso: sobre tu infidelidad a las letras por tu fidelidad a las mujeres”, ordenó con expreso.
¿Ves? por más que uno evite los embates de la concupiscencia, el adulterio se filtra por cualquier cañería.

martes, 16 de septiembre de 2008

The Times They Are-A Changing


(Por Hipotálamo)
Times New Roman nunca me gustó. Me recuerda al New York Times, donde alguna vez pensé escribir. Recibí una carta. Requerían mis servicios. Dije yes. A continuación debí ir a un banco a retirar la Visa. Salí exultante, lánguido de bolsas tan caras como su contenido. Fundí posnets y sugerí una nueva sección en el shopping, con chicos como los de los supermercados, pero vestidos de chupín, botas, chupetín, bata, dispuestos a caminar hasta el taxi sobre Coronel Díaz. Al día siguiente, satisfecho mi espíritu consumidor, rodeado de telas y páginas, de discos y perfumes, sangraba por los alfileres del cuarto cartón KSK. Fue cuando sonó el teléfono, invitándome a cancelar las facturas impagas de diciembre. Había llamado a mis amigos por las Fiestas. Nunca me contestaron, pero si atiende el contestador, las monedas construyen castillos en España. Volvió a sonar. Atendí sin hablar, esperé que lo hicieran del otro lado. ¿Un prestamista inglés? No, claro, eran del New York Times. Preguntaron sobre mis trámites y una sobrina que vieron en mi face book. Contesté que había retirado mi Visa, dorada, ya ocre, y que Bianca sólo tenía 13. “Visa, not the credit card, vi-ai-es-ei: Visa”, me aclararon, a risas, antes de cortar. Cuando volví al banco ya era tarde. Se arrepintieron. Nunca fui a New York. Hasta dejé de ver a Woody Allen y le pedí a mamá que basta de Liza Minelli. Argumentó que su sketck era kitsch: o sea, redituable. Parece que los extranjeros amaban su show en San Telmo. Cambié mi parecer. Necesitaba el dinero para los pagos mínimos de la Vi… de la tarjeta de crédito. Después de todo estoy desempleado. ¿Ves? Te detesto, Times New Roman.