martes, 25 de noviembre de 2008

El Negro


(Por Hipotálamo)
La humedad mató al Negro. O eso creía la chusma. Todos los vecinos lo conocíany todos le temían. El que hablaba de sus negocios, flotaba a la mañana siguiente. Se metieran en su barril, irritaran su bigote, osaran con robarle la ración o circularan cerca en un mal día, adiós. Claro que ahora sabemos que los crímenes fueron obra del Negro. Ahora que el sol de diciembre le jugó una mala pasada, iluminó su zona impune y ventiló el olor podrido del último que se hizo el guapo. Hacían días que no caían pedacitos de surtido tropical cuando el jefe del Negro se acordó de alimentar a la barra y la batahola fue brutal. El Negro fue golpeado en el suelo, pero lo dejaron vivo. Airoso, pecó de fanfarrón y al dueño no le gustó. Lo pasaría a mejor vida.
La humedad de diciembre pegaba las ropas cuando el dueño salió a correr con una excusa. El operativo estaba planeado, sólo debía esperar a que el Negro se durmiera, meterlo en una bolsa con agua y llevarlo a oscuras al río de Puerto Madero. Según testigos, las prostitutas del Negro casi rompen los vidrios cuando se lo llevaron. Sus maridos, en cambio, se metían al barril, lo destartalaban y salían ebrios de la libertad. Diez cuadras abajo, la suerte del Negro estaba echada, pero su vida corrió serio peligro en el traslado, cuando la bolsa se pinchó y el Negro empezó a saltar hasta la manija. Fue cerca de la orilla cuando sus ojos se pusieron blancos. El dueño del Negro vigiló la zona. Nada raro: los estudiantes se besaban en los bancos. Se abrió la bolsa y el Negro debía caer al agua. Pero no iba a entregarse así nomás. Mordió con furia los bordes plásticos y sólo el tercer sacudón lo mandó al fondo, con botellas, más bolsas y viejos enemigos. Mientras el dueño del Negro empezó a trotar, el Negro empezó a transpirar: el Gordo le afeitó el bigote y el Rubio le rozó la vértebra. Bastó que se confundiera en la oscuridad para perderse con una promesa: “tengo que volver”.
Durante la ida, el Negro disimulaba desesperación pero en realidad giraba la cabeza contra el abdomen del que lo transportaba. El Negro siempre supo el día que intentaran descontar de sus servicios y por eso se aprendió el camino. Antes de que anocheciera, habló con la banda del Riachuelo que lo trataba como a un héroe por la batalla ganada contra María Julia. Los actuales capos quisieron ofrendarle un asado y la correspondiente merluza, pero el Negro sólo quería saber la canaleta que lo devolvía a San Telmo. “Agarrá la que desemboca en Azopardo y dobla en Estados Unidos. Acordate, es antes de desviarte por las de la facultad de ingeniería”, le dijeron. El Negro nunca fue a la universidad pero la calle la conocía como ninguno. Aplaudido por los muchachos, limpió sus pulmones con un catarro de flema, se embarró un poco el lomo y llegó hasta la esquina indicada. Antes de entrar a su casa, esperó que su contacto de la cuadra le gritara cuando tiraran la cadena así aprovechara el cambio de agua. Justo el dueño del Negro volvió de correr. Elongó antes de meter la llave y fue directo a la heladera en busca de agua. La casa era un horno y mientras ventilaba la sala, el Negro apareció en el inodoro, sin bigote, pero con los ojos amarillos de siempre. El cruce de miradas entre los dos inundó de temor el baño y el Negro volvió a la pecera. Prometió venganza por el barril.

lunes, 24 de noviembre de 2008

Puntos


(Por Hipotálamo)

. Trebuchet acompañará estas líneas. No le gustaba el punto: menos los dos, uno encima del otro. Pero son puntos. Y punto. Pasan muchas veces desapercibidos. Hasta sufren humillación, tal cual es el caso de los suspensivos… Uno, dos, tres, no dos, cuatro o seis. Un poco de respeto para ellos, o para él, capaz de ser seguido o de ser final, según el humor de quien lo hunda. Gustaría un punto de inicio, como el que figura cinco líneas arriba. Nótese que debe aclararse este ítem, este punto. Podría confundírselo con un recurso estético, con un síntoma de orden, según la lectura de él, quien pensó que recibía los últimos movimientos de la tarjeta de crédito y lloró. Estaba limpio de culpa y cargos, y lloró. Ese sobre no traía números: apenas 96 palabras y un punto, final, final.
Usó la carta como posa tazas, retiró el saquito de té, exprimió las últimas hebras y esa lágrima de siempre se coló hasta sortear la barrera más dura, la del grueso papel de sobre. La teína acelera corazones en estado de paranoia del protagonista que nunca leyó sobre eso ni eligió el diván. Mal no hubiera hecho, aunque iba a pagar en cuotas, optimista, sin interés. Ya era madrugada cuando la taza dejó un círculo marcado, invitándolo a entrar, a releer lo que le escribió. Luego del seco suplicio “Leé esto, por favor”, el punto ya no estaba. Se lo había llevado el sorbo que cayó de la cuchara. Lo buscó de un lado de la hoja, del otro, corroboró fecha y bar de escritura, bajó en pantuflas hasta el diarero de la esquina, el único despierto a esa hora. El punto no estaba. ¿Y ahora? ¿La llama? ¿Va? ¿No? ¿Dormirá? ¿Sola?
Así paso su vida pasó. Entre signos. De puntuación y de interrogación. De certezas y de incertidumbres. Los puntos los recibía, los signos de pregunta los paría. Entró en penas, comenzó a beber, le agregaba pastillas de edulcorante al té, tantas que sintió manzanas en la espalda. La sábana fría le recordaba lo solitaria que era la vida. Un día puso una bolsa de agua caliente, sin quitarle el aire lo suficiente como para esa explosión en los pies, alterando la forma de uña y meñique, bailarina pareja al son de Miguel Bossé. Todavía vendado, ya sin su té adulterado, destapó un vainillín. La metamorfosis del galán de gamulán llegó. Una cucaracha lo llevó en subte. Lo invitó a subir. Lo infectó con una aguja crochet. Ya era otra mañana, ya era otra sombra, cuando buscó una escoba para quitarse los dolores. El mareo lo tumbó. Esa noche recibió la carta. Cuando el punto estaba ahí. O no.

jueves, 20 de noviembre de 2008

¡Felices Fiestas!


(Por Hipotálamo)
Ahí va el chico de las hamburguesas rápidas con su combo navideño. Antes del ruido a trueno que hace la persiana, se detuvo sobre el mostrador del almacén: había una botella de sidra, algunos confites y una maceta de pan dulce envueltos en celofán. Sin margen en la tarjeta de crédito, la visita a los chinos valió el día. El chico de las hamburguesas rápidas no tomaba sidra ni comía pan dulce, pero le gustó la idea de apurar el año. Faltaban cinco semanas para la gran semana y el combo ya estaba ahí, listo para inaugurar la vigilia. Con el paso apurado llegó al balcón porque anoche no hacía frío y, mientras la botella jugaba con la explosión en el freezer, arrancaría a tirones las frutas secas. Lo haría como la maestra que tiraba de sus patillas, cuando los años eran de mañana. “Ah, la señorita Olga…”, contempló. Pensó en llamarla si tuviera el teléfono. Con la época como excusa, le daría las gracias. Ese reto era lo que entonces conocía por dolor. Ahora minimizaba aquella caminata carcelaria a la dirección; destacaba la lección que lo preparaba para las condenadas noches de la adultez.
El chico de las hamburguesas rápidas no recuerda la peor noche de su infancia. Fue cuando sus padres se divorciaron después de la primera hamburgueseada y de que soplara las velitas. La gota que rebasó el matrimonio fue que el payaso les había cobrado una fortuna. El accidente que este trago de sidra fría que casi se congela no olvida es el de la pelota de gajos celestes, blancos y negros, sólo pateada dos veces, una para iniciar el juego, la segunda para la esquina donde el colectivo la mató. El complejo de Adidas Tango le dura hasta el presente, por eso corre poco en el trabajo. Eso no le gusta al jefe, un ex amigo que de tanto sonreír ahora grita. El chico de las hamburguesas rápidas no pensaba en un despido con indemnización hasta ayer a la tarde, cuando el jefe le tiró una cajita feliz, armada, con el juguete adentro. Por eso mordía con odio el turrón mientras definía los pasos a seguir. Quería quitarse el olor a aceite de encima pero lo pagó una pelota que estaba en el balcón, olvidada por el desuso. Ya desinflada, la tiró a la avenida.
Sin aire para el alivio, pensó en los protagonistas de los días que se venían. Una vez destapada, la sidra sólo podía terminar en la sangre; abierto, las migas del pan dulce sufrirían calambres; el turrón, aunque pegajoso, aguantaba un poco más, quizás hasta Reyes. El milagro era que por una vez no hubiera torta helada, tan irresistible que la dieta pasaba a la segunda semana de enero. “Esto de las fechas”, magullaba, descreyendo de que las hojas del almanaque se llevan todo, de que el comienzo de la semana es el de una nueva vida, ¿y de que el sábado y domingo es el fin de?
La primera sidra del fin de año fue un éxito. Exquisita si se tiene en cuenta el precio y generosa por las sonrisas cuando las burbujas colapsaron en la garganta. Es cierto que no le provocó otros cosquilleos como antes. El chico de las hamburguesas rápidas recordó cuando, tímido, tomó un sorbito extra a la hora del brindis y se creyó mareado. Luego reflexionó sobre el paso de grado etílico en séptimo, donde pedía el paso del vino que se vino la pachanga. Una vez la señorita Olga lo escuchó y así le fue. Anoche estaba solo, sin nadie para retarlo. Los platos tan sucios que fue a lavarlos no sin antes llenar dos botellas de agua y mandarlas al freezer. Iba por las cucharas cuando las sacó, listas para tirarles un jugo en polvo. Esa fue una inteligente planificación y no le demandaba tanto tiempo como ponerse los pins después de planchar la camisa. Vestido para atender, el chico de las hamburguesas rápidas viajó al trabajo esperando que la noche llegara para otro combo navideño. Era el sentido de su días. El despido sin indemnización era inminente. Eso era lo que nunca leía en el diario gratuito: las cifras del golpe económico escondían las del afectivo. La mamá lo llamaba de vez en cuando y había insinuado invitar a la chica de las hamburguesas rápidas para el 24, pero no iba a ir porque al jefe se le fue la mano con ella y a ella le gustó. Otro posible ausente era el tío, que dirige a un equipo de la Liga que pelea el campeonato. Tampoco estaría el notable primo, tan ágil para los negocios como para las mujeres. ¿Y él? ¿Iría? Cuando llegara la cita tan esperada, se harán las nueve y el boludo él todavía seguirá sin bañarse. Luego de 32 noches de sidra, deberán despertarlo, tirarle un poco de perfume y que sonría hasta saludar a la tía del postre helado. Chocadas las copas será lo mismo de siempre: la noche donde todo está permitido para dar paso al despertar con la foto del primer bebé del año, la disputa de las madres por quién lo parió antes y el móvil desde la playa.

lunes, 17 de noviembre de 2008

Presa de tu ilusión


(Por Hipotálamo)
Casi era de día cuando Julián golpeó. Al minuto de trompadas a la madera, balbuceó un “abrime”, Laura se despertó, enroscada en la sábana, con los ojos chiquitos y feo aliento. Se abrió la puerta. El tampoco ocultaba el vaho de humo y ginebra (“La Corona es para los putos”, fue su frase de conquista). Era un macho rancio, de los que cuando ponen un pie adentro revientan los botones de su camisa. Iba por la bragueta cuando se le tiró encima. Sentí que se descuajeringó el sofá, el rechazo y la discusión. Desde hace un tiempo ella le reprochaba sus actuaciones en el bar, donde compensaba el sueldo por una cuenta corriente. No es por defenderlo, pero sé que lo conoció así, después de la obra en la que encabezaba el reparto. El pobre nunca entendió el protagonismo de la relación. Y la última vez ya no fueron juntos al súper. A principios de este mes me habían llevado hasta el departamento del séptimo piso (ahora que lo pienso, no sé cómo habrá subido). Cerca del living estaba yo, muerta de frío, escuchando todo: que te vi con la moza, que tus celos me tienen harto, que los vecinos se quejan, que no querés chicos, que bancate lo que sos, que lucho por mi vocación, que no me cambies de tema porque la moza te llamó, que otra vez con lo mismo, que mostrame los mensajes de texto... Hasta que el bolsillo vibró sin parar hasta vencer el tiro del pantalón. La estúpida recién terminaba con las mesas y quería saber si dormían juntos. Laura chequeó la ortografía, entró a mi cuarto y le tiró con el plato sucio. “Que te lo limpie ella, hijo de puta”, susurró, mordiéndose el labio.
La puerta de entrada sufrió otro golpe, seco, como el hielo. Todo quedó en silencio. ¿Lo dejó? Julián balbuceó más insultos al aire. Ni un sollozo de mi macho rancio. ¡Lo dejó! ¡Solo para mí! Todo este sufrimiento valió la pena: las mañanas en el campo, la mudanza a Liniers, el día que en la ruta casi me violan los de la villa, el manoseo de los guarangos de barbijo, ¡los pinchazos!, las etiquetas que soporté del gerente, un suelo de goma, un techo transparente, el perfume de orégano, la soledad de los primeros días, la adaptación a la misma música de FM, la piel erizada por los bombos de plaza de Mayo, y esa siesta inolvidable, cuando me sentía en el horno hasta que él se acercó, discriminó a las vecinas y me llevó. Ya en su departamento soporté cómo ella le cantaba mientras cocinaba, un escape de gas y algunos ruidos contra el mármol. No importaba. Ahora estábamos los dos. Así que dale, papito (yo sí te digo papito); no toqués, tonto, abrí sin pedir permiso; eso es, sacame, sacudime un poco, así, abrigame en tu boca, yo me banco el alcohol; pero no, no, no hace falta prender el horno, ay, bueno, cómo me calentás; esa es la cremita que venía conmigo, ¿no?, qué feo el patito, sacámelo de encima, no, basta, ya está, la piel se me eriza, cuidado con el muslo, así, así, así no, pará, cerrá que me va a agarrar fiebre; escuchame: ¡Julián, sacame de acá! ¡Julián! Media hora después, me crispé. Todavía respiraba cuando la moza tocó la puerta. Agarró otro plato y al lado me puso cubitos de morrón. Si sabía esto me quedaba con los de la cubetera. Vi en carne propia qué eran los ruidos contra el mármol. Recién después le agarró hambre. Ojalá que las inyecciones hayan sido de hormonas.