viernes, 31 de octubre de 2008

Reina madre


(Por Hipotálamo)
Reina deseaba ser deseada. Que los albañiles cayeran de los andamios. Que los taxistas abollaran sus paragolpes. Que los diarieros le invitaran lágrimas. Que el verdulero le diera el vuelto en zanahorias. Que el florista le separara una magnolia. Pero reina, lo que se dice reina, se sentía cuando los hombres del colectivo se ponían de pie para que eligiera ventanilla o pasillo. La primera vez se inclinó por la primera opción, así el viento de Talcahuano la despeinaba. La idea duró algunos viajes. Hasta que una tarde le llegó el turno de bajarse cuando el abogado del asiento trasero le mordió un mechón con los ojos cerrados y el hincha de Boca movió sólo sus piernas para que el vestido pastel le pasara tan cerca. Luego usó un pantalón pinzado, ajustado a la cola. Aún así un cajero de banco se levantó antes que el resto y cedió su asiento individual. El 39 frenó de golpe, los papeles volaron y se olieron en la confusión. Sonriente como si escuchara un programa de radio, le cambió el humor cuando el bruto del volante hizo bailar los cuerpos y generó el roce de la bragueta con su hombro. Lo miró con el ceño fruncido y él levantó sus cejas dos veces. Reina se puso de pie y empujó a las mujeres que venían con la boca llena de papas fritas, escupiendo migajas de la risa. “Eso le pasa por tener coronita”, comentaron dos Marujas.
Reina ya no deseaba ser deseada. Se levantaba cuando todavía era de noche para caminar diez cuadras hasta el subte. Con ojeras, valía la pena correr por las escaleras porque ahora ella empujaba ante el sonido de la chicharra. De vuelta a casa, un chico de estampitas quedó prendido de sus caderas y un vendedor de perfumes notó la humedad de sus axilas. El guarango revisó el bolso. “A vos te voy a dar… todo el día”, le dijo, pasándose la lengua por las encías. Reina apenas reparó que no le faltaban dientes. Y le avisó que bajaba en Malabia. Salieron a la luz, el vendedor de perfumes se acomodó el traje azul heredado del padre, despegó el abanico de billetes de la mano, saludó al portero y la empujó al ascensor. Hasta el noveno piso, se contagiaron de sudor. Ya adentro, Reina dejó la oscuridad abrumada por ese animal de conurbano que le había mordido el cuello, los muslos y el mechón de pelo. Pensó en él toda la noche hasta que la farmacia de la cuadra abrió sus puertas. Iba a comprar la pastilla del día después. Pero la semana de atraso llegó. La médica laboral acreditó sus vómitos. Así tuvo las tardes para buscarlo por la roja línea B. Le dolía caminar pero eligió la salita de la C y pasó mañanas en Retiro y en Constitución. Los panchos eran más baratos y más ricos que las zanahorias, pero nunca encontró al vendedor de perfumes. Meses después, Reina volvió al 39. Y el primer asiento estaba reservado, ahora sólo para esa pancita.

miércoles, 22 de octubre de 2008

Imperfecciones





(Por Hipotálamo)
Lloraba tanto que su moco fue otra pompa de jabón. Pataleó hasta embadurnar los azulejos de espuma. La falange del anular izquierdo le fregaba la cabeza como si el sumidero se llevara la foto con ella de blanco. Le advertía que si volvía a hacer otro escándalo la próxima se las arreglaba solito. Cuatro días después habían retomado al diálogo pero la sentencia se mantuvo. Sólo le pidió que lo ayudara con la polera puesto que el cierre solía rasgar su nuca. Del otro cierre se encargó él, despidiéndose de la niñez. Echó a correr el agua, puso el tapón y desparramó el shampoo enemigo sobre la bañera. Un pato de hule y un perro de plástico lo rodeaban hasta que la burbuja explotó y dejó sus imperfecciones a la luz. Empezó por los pies ya que ellos habían sido los culpables de este baño. Fue cuando notó la uña del dedo gordo distinta a las demás, distante a la publicidad del pie feliz. Un alicate que pulía el gris rosado lo introdujo a la dramaturgia. Pero si quería ser pirata y terminar con la vida de las mascotas debía llevar una marca. Miró de cerca la navaja del hermano mayor cuando el jabón siguió de viaje hasta la rodilla. Tenía cinco años cuando lo empujó contra una bolsa de sobras de la empresa de carteles familiar. Tampoco recordaba que la cicatriz medía sus centímetros. Conforme con la huella, tomó aire para enfrentar a esa gelatina de durazno, amoldada entre el pubis y el pecho, dejando al pupo como emoticón de asombro y al primer pliegue de piel como techo a dos aguas. Disfrutó jugar con el relieve de sus costillas y le cambió el humor ese pelito de la tetilla derecha. Se había armado de paciencia mientras sus compañeros coqueteaban con las de séptimo grado. Acostumbrado a más, llevó su mano a la izquierda, donde el rebote fue más duro que el de la pecosa del primer banco. Sintió que podía conquistarla cuando ganaron el concurso de dictado. Más cuando se erigieron como la pareja de talentos luego del primer relato sobre el recreo. Y qué pensar cuando dejó a los amigos del fondo. Si supiera que ahí estaban los que a ella le gustaban, esos bandidos lindos o feos pero con el delantal corto, firmado, dibujado y sin reproches maternales sobre irritación ocular. La ducha volvió a abrirse y seguía sin cambiarse delante de hombres; menos en el gimnasio. No era un atleta, sólo se vestía como tal. Otra vez lunes de un nuevo mes, otra vez a la cinta de correr. Elegía la siesta a la espera de alguien que repare en sus zapatillas plateadas. Fue cuando la chica del conjunto Adidas se puso a su lado, luego de una caminata feroz, de cinco minutos, los suficientes para que le dijera algo antes de que eligiera los auriculares. La timidez en el habla debía compensarla con el trote y fue subiendo de niveles, formato nórdico si hacía falta, sin flaquezas. A la cuarta siesta se saludaron y luego de la rutina llevaron sus botellas de agua al sauna, ¿segura, al sauna? La nube de calor disimuló la uña del pie y la toalla la cicatriz. Pensó en meterse con remera como los veranos de playa. La sonrisa lo obligó a quitársela y a acostarse para evitar la mirada fija. Allí le habló. Le dijo que leía, le preguntó qué leía. La intimidad no duró ni una respuesta cuando el grupo del fondo se sumó: abrumados de endorfinas, tallados en bronce, rieron, rieron, rieron hasta cuando despreciaron al anónimo, al amigo de la sensación de Tribunales. Hablaron sobre autos, casamientos, salidas, celulares, cócteles, televisión, dietas y tratamientos capilares. Los ojos empezaron a arder como la primera vez.

jueves, 9 de octubre de 2008

Avenida Corrientes

(Por Hipotálamo)
Las bibliotecas son horizontales, tumbadas como zapatillas de talle único. Los músicos son solidarios, sobrios como pide la cultura.gov.ar. Los africanos son custodios, discretos como si sus joyas valieran el silencio. Las mujeres son de imprenta, perdidas como las voces de sus gerentes sin título. Folletos más, folletos menos. Follemos más, follemos menos. La oferta baja desde Callao hasta el Luna Park.
Sin guantes ni vaselina, a los cojines de El Ateneo Grand Splendid. Abajo, una raya al costado, la mandíbula de monedero y el lunar beige. A su lado, una rubia del 76. Llega el hijo. Pispea el recital. Mejor cortate el pelo si querés lo que pide la inmobiliaria. La futura madrastra se acomoda el escote. Estás hecho un hombre. Circe. La cuenta, por favor. Cuente bien. Cuenta bien.
La taza escaseaba en cafeína. ¿El cojín se hará sofá cama? Vamos, de pie, lector, a la biblioteca vertical. En la sección de argentinos, antes de Marechal, cuatro ediciones de ese padre del aula inmortal desde el 99, caminante en zapatos náuticos, abdomen de meses y marcos negros: David Lagmanovich. Una generación de periodistas fue su alumnado. Para algunos, la tortura franciscana. Dictaba clases los martes a las 7 y ahora fue reconocido por una editorial española.
Camino a las mesas de saldo, grandes escritores ridiculizados en carátulas al costo. Borges y Bioy Casares confundidos como si hubieran nacido Bustos Domecq. Un lector voraz del fútbol rosarino los daña. Bang, su pistola dispara pegatinas verdes. Bang, ahora naranjas. Escupe y deja su sello: pesos diez. Cerca, Sábato. El rostro resignado por sus recuerdos de España sobresale. Suena mejor perderse por Parque Chas, chas, chas. ¿En la colita? Vuelven los folletos. Se los recibe con la amabilidad que se los tira. Piensan que todos toman sopas de letra, esas biblias de trenes inflamables. Banfield se hace presente. ¿Y Cortázar? No hay usados, responde la ex vendedora de Essen. Oh, Carol, es exclusivo de Yenny.
De pausa en la confitería, una pareja se tose. No habrá confites. Otra transmite su incomodidad al mozo. No atiende. Ay, fuego, fuego. Hay fuego, en la cocina, fuego. Agua, que sea del río, lejos del cine impuntual, del rincón beatle desesperado, cerca de los enanos lustrabotas, de los relojes del custodio, de los diarios gratuitos mojados para la balanza.
El juego fue en vano. No hubo Rayuela a precio de fábrica. Tampoco la escondí bajo el sobretodo. Hubo hallazgos como dos tucumanos que roban risas en el paseo La Plaza y la revista Sur con su Borges tan parecido físicamente a Aurane. Al margen, Carriego, Almafuerte, Baltar y Lugones en Proa y Prisma. Un año atrás las publicaciones costaban casi quince monedas, hoy sólo cinco. Para el final: el rescate emotivo. Morón, tierra de Tristán Baus o Amelia de Praino, dos de los nueve escritores que el 20 de noviembre de 1980 fueron dueños del lejano oeste. Publicaron quinientos ejemplares de Los senderos de la mente. Uno llegó a mis manos. Ahora leo el cuento Nace el sol, muere el sol, dedicado al profesor Arturo Cambours Ocampo. ¿Será el mozo que no viene?

miércoles, 8 de octubre de 2008

We have a winner



(Por Hipotálamo)
Obama será presidente de los Estados Unidos. Ganará los comicios con amplia ventaja, no suena a rey del mundo pero sí gobernará el país del fast food. Mc Cain seguirá en una bolsa de papas fritas. Lo sé yo, lo sabe el mundo después de la noche de Tennessee. Acaba de terminar el debate entre el demócrata negro tirando a latte de Starbucks y el republicano de boxers azules y camiseta blanca. Es fácil imaginarlos en la intimidad luego de los comicios. El ganador azoteará a su chica Michelle con Tina Turner en el plasma de la Casa Blanca y el otro será azoteado por la rubia Cindy. ¿Quién lo disfrutará más?
Una universidad de Nashville fue el escenario del combate. Ni Martin Luther King ni Don King. Obama subió como el que se sabe ganador. Sólo le faltó mover su mandíbula ante el puño corto del coronel retirado. Las poses los definían. El joven, cómodo en la banqueta, como si escuchara en un pub a Dylan. El viejo, en patitas de pie, algo afeminado por el tiro del pantalón. El negro seguía con su blanca sonrisa al contrincante que anotaba con su irónica zurda quién sabe qué.
Casi me duermo, sí. Pero injusto sería quitar las gracias a Telemundo, tan cortés con América 24. Ahora bien, una de las cosas más impactantes pasó en los detalles de la transmisión. No, no se pegaron entre los candidatos. Sí le faltó Corega a la dentadura del colombiano/mexicano/nicaragüense que dobló al castellano la voz del moderador. Hablaba como Abraham Simpson. Mientras que a Obama le pusieron la voz de un hombre corpulento, aunque dubitativo en algunas construcciones, como cuando a Osama le dijo Obama. Ouch! Siguiendo con la tendencia, una voz débil, sin futuro, fue la que le tocó a Mc Cain. Yo hubiera puesto al Ruso Sofovich, sobre todo cuando rengueó una mueca sobre Putin.
En tanto, el público nunca transmitió clima de unplugged. Sin saludar, fueron directo a preguntas como cómo quieren que confiemos en que ustedes solucionarán el hit de la crisis económica (tiembla la del 30 en los charts) si ustedes nos metieron en este baile. Y Obama cada vez que se paraba parecía listo para el trotecito de Proud Mary. No le hacía falta. Lo mismo dejaba feliz a esa muchacha de 38 años, alejada del matrimonio, versión Saturday Night Live de María Laura Santillán. Mc Cain también mostró su sex appeal. Cerquita del doble de Michael Moore, fue cuando el pelado de pantalón crema, camisa bordó y cliente top de Gillette le dijo que fue marino y se ganó la palmadita en el hombro y hasta la derecha firme. Sondas para Bussi, please.
Para el final, la realidad. Los aplausos los relajaron al punto de cruzarse delante de cámaras y poner el grito en el cielo de don Abraham. También el público se sacó el traje de los estamos juzgando y se sacó fotos con Obama, en cámaras de carcaza negra y amarilla. Ya corría el alargue. Un partido de 90 minutos pasó entre ataques y contraataques. Y el winner seguía ahí, esperando el flash de ese estudiante afro americano que ya tapizó su laptop. La papelera de reciclaje está abajo, en el lugar de siempre.

miércoles, 1 de octubre de 2008

La otra cara de la moneda


(Por Hipotálamo)
Fue en Corrientes y Suipacha, antes del monedero electrónico. Volvía de la panadería cuando ahí estaba, dormida, plateada como una sien. Valía cinco pesos, era enorme, más grande que las actuales de cincuenta. Llegué con la novedad y mi abuela, coleccionista de boletos capicúas, puso la cara que imaginaba si Susana alguna vez llamaba. A pesar de los envoltorios de pan Fargo y los sobres a Oca, nunca sonó el teléfono. Y esa moneda fue lo más cercano a la fortuna que estuvimos.
Pasó el tiempo, se fueron los australes, llegaron pesos, patacones, Le Coq Sportifs. Y las monedas ahí, firmes como soles y escudos y monumentos. Frente a la iglesia San Francisco está el templo de los panchos, con tantas cazuelas como liras, shekels, pesetas, níquels y los primeros euros. Billetotes de otros mundos en vivo. Pero a mí siempre me gustaron las monedas, de las cobrizas y de las ocres. Por eso le canjeé sin drama a mi abuela la plateada por un bono con la firma de Ramón Ortega. Hoy no lo haría. De hecho, pienso en esa señora eterna que al frente de los panchos y antes que irrumpa el mimo (ya lo atropellaron, ¿verdad?) clama por una moneda que la ayude; y en los pequeños vueltos que se quedaron los taxistas luego del acto de demora; y en el chancho de loza que trajo mamá de Perú; y en mi compañero de cuarto que llenaba una Coca de dos litros con las de un peso y estrenaba look en Olivos; y en el sapo de bronce, compadre retro del pingüino de vino.
Fue en Estados Unidos y Calvo, después del hit "P.I.M.P.". Volvía de tramitar el DNI cuando ahí estaban, dormidos, oscuros como el hollín. Me preguntaron si tenía una moneda para la birra. No tengo ni para el colectivo, sonreí, palpándome dramáticamente la campera. Y ellos entendieron, a pesar de la penuria. Otra suerte tienen los mozos. La propina mínima es un billete, cuando por una lágrima que pronto será llanto corresponde el quince por ciento, unos noventa centavos que valen. Porque no son pocos los que juegan con el café en Palermo Hollywood (hoy vi a Julio Chávez) y luego parten a pie hasta plaza Italia para subirse a la realidad. Una vez arriba, es como cuenta Cortázar: somos dueños si encontramos libre un asiento doble y nos ubicamos del lado de la ventanilla. Descanso, pabellón. Una batalla ha quedado atrás. La aureola en sus axilas los delata. La frente suda como cuando rendía matemáticas, sacaba Muy Bien, y era premiado con un polvorón. Ahora, no hay fórmula para obtener monedas que pueda con los quiosqueros. Hasta los cigarrillos que son garantía de pulmonía, pero primero de vuelto en monedas, tienen una nueva norma: abone sólo con cambio. Otra es bajar al subte, comprar un boleto de noventa con dos pesos, guardarlo para alguien sin fobias, y volver a la luz, con monedas, brillantes, listas para perderse en el Laverrap, el patovica de este emporio que sólo acepta a las de uno. A las de veinticinco plateadas, depende el humor; a las de veinticinco doradas, sólo si están en la lista.