viernes, 23 de octubre de 2009

La Negra

(Por Hipotálamo)
Mercedes no necesitaba más amigas. Apenas había tratado con dos vecinas recién mudada al barrio. Blanca y Esperanza le dieron la bienvenida con esa generosidad que nace de la rutina. En la cuadra no pasaban colectivos y los accidentes sólo llegaban por radio. Así resulta lógico que el arribo de Mercedes fuera el comentario común mientras se barrían las veredas de la mañana. Cuando la música de la escoba se apagaba, las vecinas cuchicheaban con nariz fruncida. No era bien visto que la vereda de Mercedes fuera un mar o un desierto de otoño según los humores del viento. De hecho, Blanca y Esperanza habían echado a correr el rumor de que la nueva fumaba tabaco negro y que una vez en la despensa su aliento se confundió con el del kerosene. Claro, al cabo de unas semanas, ya nadie las escuchaba y quedaron solas en la causa. Realmente habían sido gentiles desde el primer día, indicándole dónde conseguir telas de liquidación, cuándo afilar los cuchillos y qué botón de la camisa bastaba para un buen corte del carnicero. Mercedes agradeció la compañía pero cuando se ofrecieron a cuidar los niños, digo, por si necesitás ir al centro, querida, se metió puertas adentro, sin respuesta.
Pese a algunos incidentes vecinales, nadie podía afirmar que algo raro pasaba detrás de esa fachada. Si hubieran bajado el picaporte, sorteado el bargueño del comedor y doblado a la izquierda, sin pisar a Canela, hubieran entendido que Mercedes ya tenía una amiga, acostada sobre la repisa, entre frascos de legumbres. Era la Negra, una General Electric que le hacía compañía con la luz como única condición. Era la Negra, que comenzaba su día con los primeros mates y subía la voz hasta despertar a los niños con la misma copla de las siete. Ellos renegaban de las coplas, pero ni se les ocurría cuestionar a la Negra. Cama sin postre, bajar la ropa, pedicuría, quién sabe qué castigo les tocaría. En el fondo, sabían que su Mercedes vivía en esa cocina, rodeada de los aromas al oporto para el bizcochuelo, al vainillín para los barquitos de dulce de leche o al de la carne a punto si esa mañana había usado camisa. Pero era la música de la cocina la que confirmaba el aire de cada día. Después de las coplas, la Negra se movía hasta el informativo, donde el chico de la moto no había llevado casco, el precio de la leche generaba el escándalo, pero la inmediata chacarera cambiaba el humor y Mercedes silbaba el estribillo hasta ahogar el tintineo de la canilla abierta. Ese hilo de río inconstante siempre llamó la atención de los niños, quienes nunca sintieron las manos de Mercedes, vestidas en harina o lamidas por cebollas, abiertas de par en par como si esa madre que los recibía de la escuela fuera un mimo de jazz.
Esas manos ahora estaban entrecruzadas sobre el vientre de Mercedes. Ningún dial callaba el pésame de consuelo por una vida plena, con los niños ya grandes, él doctor, ella artista, unidos desde que las recetas y los turnos con el doctor Guerra fueron cosa de todos los días. Había resultado difícil reemplazar el vainillín por los barbitúricos o la canilla por el ascensor del geriátrico, pero lo complicado del adiós fue guardar en cajas los objetos que acompañaron a los niños hasta sus casamientos. Las botas de plástico con sorbete para el desayuno, los cuatro tomos del diccionario Códex, la bicicletita condenada a la mesa de luz, los vinilos de Yupanqui, la espátula del merengue, la Negra.
Hasta el momento, nada fuera de lo común había pasado. El aire cambió cuando el nieto de Mercedes viajó a despedirla. A la mañana siguiente del beso en la frente, comentó sus deseos de descubrir el mundo de la radio. Lejos de la familia, se sentía solo y los vecinos bien podrían ser los nietos de Blanca o Esperanza. Entonces no pareció una mala idea escuchar un poco de folklore los sábados a la mañana y otro tanto de fútbol los domingos a la tarde. Así fue que la Negra viajó en la misma caja junto a una pequeña biblioteca, un pullover, salames de Córdoba y quesos de cabra. Recién a la noche, volvió a encenderse. Como si el silencio hubiera guardado tanto, los primeros sonidos fueron ruidos. La antena no era el problema ni la rueda del dial, pese a que giraba como si volviera a aprenderse la ruta entre el 88 mhz y el 1600 khz.
Cuando la barra naranja del dial se clavó por la mitad empezaron las sospechas del nieto de Mercedes. El lamento que salía de la cantante se cortaba con la furia del bombo, se escuchaba el murmullo del público, una tos desde la tercera fila, y un silencio. Un silencio que no era de la grabación, simplemente la Negra que se apagaba antes de los aplausos. El nieto de Mercedes tomó la radio, subió el volumen, otra Mercedes ahora silbaba el estribillo, ahora otro silencio. La Negra fue sacudida como si fuera una cosa. Una lluvia de insectos mudos cayó a través del parlante. Según la intensidad del sacudón eran larvas como cabezas cobrizas de alfiler, cucarachas como semillas cubiertas en almíbar. El zócalo de pinotea comenzó a parecerse a un cementerio, sin cruces ni lápidas. El destornillador abrió a la Negra por primera vez desde su creación, hace siete décadas. Los tornillos se marearon por la salida a la luz. Cuando cayó el del cuarto vértice, se pobló el segundo zócalo. Al mirar dentro de la radio, el nieto de Mercedes descubrió la vida que se había formado ahí dentro. Todos descansaban con sus manos entrecruzadas, sobre el vientre. Los locutores de publicidad lo hacían en el compartimento de las pilas, los programadores entre los transistores, y los protagonistas del radioteatro en la ventana del dial, es decir, con la única vista de todo el aparato. El nieto de Mercedes desconocía algunas licencias de su abuela, tomó la escoba y disfrutó el barrido de esas voces que habían acompañado a su familia. Ese cementerio iba en pala hacia la bolsa de residuos cuando un caparazón se agitó con una voz conocida, era de una cantante que caía con las patas intactas, ágiles para bordear el plástico y huir de la cocina.
Luego de un baño largo, como los de un sábado a la mañana, el nieto de Mercedes probó la radio. Sonaba la última zamba, caía el telón, algunos ramos de violetas, pañuelos blancos, por fin los aplausos, el público de pie, excepto por esas dos mujeres en la tercera fila, sentadas, de nariz fruncida.