miércoles, 20 de octubre de 2010

Siempre quiso Pereira dirigir una orquesta

Siempre quiso Pereira dirigir una orquesta. Fuera del trabajo no se miraba al espejo. Los días de franco ponía la radio. Pereira disfrutaba del programa de conciertos en vivo. Para ocupar las manos Pereira ojeaba una revista de la mujer. No fumaba Pereira. Un toque personal, decía la nota sobre decoración. Fueron a una pausa cuando Pereira buscó la tijera. Van a ver el colectivo, dijo Pereira. Cortó retratos de los maestros. Le costó el contorno de peinados revueltos. Los pegó sobre el espejo tallado por las iniciales de la familia. Total, dijo Pereira. Del retrovisor colgó una zapatilla de punta olvidada en el primer asiento. Aquel fue un gran día, dijo Pereira. Iba a forrar los respaldos con terciopelo pero Pereira no tenía novedades del aumento. Tampoco le arreglaban el equipo a Pereira. Y la música pasaba por su cuenta hace un tiempo. Usaba los pedales como un pianista que vio en la tele y la palanca de cambios como una batuta. La palanca de cambios tenía un dado verde en la punta. Un dado tan grande que no entraba en ningún cubilete. Pero no se animaba a quitarlo Pereira.
A Pereira le gustaba el turno noche de semana. Andaba por las calles vacías. Hace rato que la gente no salía un martes. Cuando Pereira aceleraba pensaba en timbales. Los sentía sobre el fondo del colectivo, donde un ex amigo hablaba del motor. Durmió poco ese sábado para empezar el recorrido en punto. Siete pasajeros roncaban desde anoche. Iba a bajarlos Pereira pero mejor empiezo con un poco de público, dijo Pereira. Mucha mierda, le había dicho la mujer, y con ese tono. En marcha, algunos pasajeros se despertaron y tocaron timbre. ¡Todavía no debían sonar! ¡Los trombones van después!, dijo Pereira. Se calmó Pereira cuando dos hombres de la parada usaron el brazo como una barrera. Les abrió la puerta: ¡adelante, adelante! Los hombres subían mirando el techo y las ventanas. Saludaron a Pereira. Buen día, le dijeron. Y soltaron las monedas en la boca de la cajera. Se llama Irma, les dijo Pereira. Irma era azul, de lata. Tragaba las monedas con ruido y escupía un boleto. Es la entrada, les dijo Pereira. A todos los pasajeros les decía lo mismo. Los trataba como espectadores, incluso a una pareja de gorra y auriculares. No conocían a Pereira.
Los asientos estaban ocupados. El hall quedaba libre. Pereira no llevaba gente parada. Si se ponen de pie será porque les gusta, dijo Pereira, delante del semáforo en rojo. Pereira se acomodó el cuello de la camisa, estiró los puños y se alisó el pelo. Llegó a la parada del teatro. Mientras bajaba la velocidad se frunció el ceño de Pereira. Debía subir una bailarina, pero no ella. La bailarina mantenía el peinado recogido de siempre, tensándole las sienes. Una malla de natación le apretaba las costillas y ocultaba la comba del pecho. Pereira vio las manos callosas por los pasamanos. Y se indignó Pereira por el tul en caderas de tantos años. Pereira había sido delegado gremial de segundo orden. Me la mandaron, dijo Pereira. Sospechó de un viejo ajuste, o escuchas telefónicas. Cosas que pasan en las películas, diría la mujer, y con ese tono.
Pereira miró el público a través del retrovisor. Comparó la zapatilla de punta con las de la bailarina. La bailarina le mostró la credencial de jubilada. Esperó que le dejaran el asiento. Se miró las piernas sin calzas, con lo que se usan ahora las calzas. Tomó aire la bailarina y trató de avanzar. La pareja de gorra y auriculares fue la primera en bajar. Los timbres de nuevo, dijo Pereira. La bailarina vio los asientos libres. Estaban al fondo, cerca del ventanal y los timbales. El semáforo se puso en verde. Ahora van a ver, dijo Pereira. Tosió feo y simuló insultos a la calle, Pereira, todo para frenar dos veces, sacudiendo a la bailarina. Ofendida la bailarina le dijo: ¡Chofer, usted, chofer! Pereira tomó un lomo de burro y la bailarina saltó un par de escalones. Fue hermoso el salto y Pereira estuvo cerca de la compasión. Pero metió otro freno para arrojar a la bailarina hasta el hueco libre, los timbales sonaban cada vez más altos, se confundían con los trombones de los pasajeros que querían bajarse. Pereira logró un suspenso y la bailarina sintió el desplome final de espalda, la bailarina atajada por el respaldo.
Otro silencio se preguntaba si era el final. Despeinada la bailarina, logró erguirse sobre el asiento cuando una niña del pasillo aplaudió. La bailarina cerró las piernas. Algunos pasajeros jugaban con los celulares. Los más confundidos pensaron en los nietos de la bailarina. Acompañaron a la niña. Y dejaron monedas a la bailarina antes de bajarse. Pereira les abría la puerta. Había sido un viaje de domingo y no había sido peor que otros viajes de otros domingos.