miércoles, 25 de noviembre de 2009

Todos los fuegos, el fuego


(Por Hipotálamo)
Si abrís la boca se te cae el cigarrillo. Un Commander, ¿verdad? ¿Por eso no hablás? Si lo pensás bien, serviría para pedirme fuego. No, no me vengás con que qué vas a hacer, que sos como tu vecina, una mujer de satén rojo llegada desde un museo de Madrid. Podés contarme sobre qué hablan cuando me duermo. ¿Le susurrás el capítulo siete? Algo te conozco así que entre los dos puse un mapa de Londres con letra de Nadia, encantada con la transcripción de tus viajes en ascensor hasta que olvides la hipoteca y la religión. “Oh, hazme una máscara”, citabas al inicio de aquel relato. ¿Eso es? En todo caso, necesitás una máscara de espejos así profundizás sobre Johnny. La que usás en blanco y negro no me convence. Apenas se destaca tu rostro gris cortado por el cigarrillo que sigue sin caerse (un Commander, ¿verdad?) Ahora que te miro bien, me gusta la arruga entre tus cejas, como un tajo de interrogantes. Algo parecido me pasa con tu mandíbula lampiña, tan París, tan no Nicaragua.
Dale, che, abrila. Mirá si perdés el gusto a fruta madura. ¿Te alcanzan tus ojos? Ya viste que los míos crecieron por el tiempo según Bioy. Cuando hablabas dijiste que querías ser Bioy. Lo hiciste con esa voz de audiolibro, la historia de siempre: gotas, escaleras, rounds y mañanitas. Si me apurás te digo que hace dos meses, en la terraza de la vieja galería de Defensa, tenías la raya del otro lado, a tu derecha, a mi izquierda. Si acerco las lupas que descansan bajo tuyo (cerca para que sigas el deterioro amarillo de las páginas de Poe) te contaría una, dos, más pecas de lo pensado. Será el sol de San Telmo por el que transpiraste como si te faltaran clavos y yerba. Nunca colocaría una cámara que siguiera tus movimientos cuando no estoy. Aunque me intriga cómo te quitaste el sudor de la frente sin que el ademán echara a volar tu nombre y el de la fotógrafa que tan juntos reposan sobre la solapa de tu lado derecho (izquierdo mío).
La pregunta en cuestión (¡redundante!) es qué hay más allá. El encuadre de la cámara y la guillotina de la imprenta no pueden cortarte los brazos. Tal vez la corbata, de nudo tan elegante, por cierto. ¿El resto del cuerpo? Vivimos en una casa de techos altos, tus piernas entran en las paredes, tus zapatos caben en las mesitas de luz. ¿Convenciste a tus amigos de disimularlo en pintura blanca? ¿Los cronopios salpicaron sin pincel y un esperanza compró aguarrás?
Te llamo a la reflexión. Se va haciendo tarde y cierra el bar de la esquina. La mesa del ventanal me espera con un café y, si no llega, un coñac. Mataré la espera pensando en lo de la otra noche, cuando apagué la luz para ahorrarte mi intimidad, ella se fue y yo me disponía a dormir. Antes, una tos. La radio hace rato que no funciona. El ruido venía de tu lado, que ahora es el mío, con la raya hacia la izquierda, preguntándome si te convido fuego, si el papel de la fotografía será de confianza.

martes, 3 de noviembre de 2009

Diario de viaje


(Por Hipotálamo)
Aquí estoy, echada como quien dice, asiento 30, ventanilla, todavía tibio, una pensionada, camisa rosa, 15 horas sin moverse. Pasamos los carteles de la panamericana, guardó las galletitas, la primera en bajarse. Después del último pasajero vino Rubén, me tiró un beso, alisó su delantal tan azul, tan él, se lamió el pulgar y sopló una frase: “hice 20 pesos, dale, aceptame una cerveza”. Este Rubén… se me tiraría encima si me viera así, con las piernas abiertas, el punto corrido de lycra, sin zapatos, la nube de talco. Es bueno Rubén, pero se piensa que una nació para mirarlo. Es maletero Rubén, bastante picaflor, o eso contó una compañera que se agarró con la de encomiendas. Tilingas. Héctor también es un divino, sobre todo cuando está sobrio. Si no maneja, me cabecea para que le acerque una medida de whisky; si está jodón, una copita de champán. El tema es que nunca es una medida ni una copita y a veces me manotea la falda. Lo dejo pasar y lo mando a dormir. Es compañero Héctor, una vez me defendió de los susurros de un guarango mayor, camisa crema, asiento 17, pasillo.
Cuando conseguí este trabajo (corrí a casa, qué felicidad) nunca imaginé un diario de viaje. Será que necesito salir de la rutina Retiro-Tucumán, Retiro-Salta o, dios me libre, Retiro-Jujuy. Si son los primeros días del mes, el coche se llena de comerciantes de ropa. Suben cansados, huelen a Once, cenan y roncan hasta mañana. Antes de arrancar, la bodega colapsa, Rubén se queda con la boca seca de propinas y alguna que otra prenda. Los fines de semana largos cambia la posición de los asientos: estudiantes santiagueños justo acá se despiertan y hablan sobre música de fm y se toman fotografías con el brazo extendido y se fijan inmediatamente si salieron bien y nunca salen bien y el que está sentado sobre el apoyabrazos vuelve a apretar el flash y hasta que la foto no sale bien, por favor, chicos, que necesito pasar. También están los de los miércoles, breve equipaje de mano (en la derecha), una foto (en la izquierda) y el sollozo porque era tan joven. Luego, por fin, vienen los que viajan sin que una sepa por qué, como él, um, a ver, quién sos, um, me acomodo las hebillas, repaso mi sonrisa, viene todo serio, despidió a la mamá, suegra, qué lindo el nene, voy a ofrecerle un caramelo, agito el bol, así me agarre uno de miel, quiero un beso de miel.
Con el tiempo aprendí que en un micro de larga distancia se potencia todo lo que pasa en un colectivo de Buenos Aires. Cuando corrí como sea que corro hasta la parada del 59, él me esperó que llegara y que subiera antes. Agitada, puse las monedas y oí cómo el chofer se burló de tanta caballerosidad. También pidió un boleto de 1,25, venía hacia mí, pero se sentó del otro lado del pasillo, una lástima.
Durante el viaje por Las Heras pensé en decirle gracias. Cuando doblamos tan fuerte por Santa Fe se me acercó como si tambaleara y yo me alejé como si tambaleara, volví a sentir su silueta cuando Suipacha se hizo Tacuarí y me aceleré del todo cuando bajamos en la esquina de Carlos Calvo. ¿Cuántas señales más hacían falta? Si yo no corría a contar la noticia se hubiera ido en esa ventana que me pasaba por delante. Nos subimos en el mismo lugar, él después del trabajo y el mail de último momento, yo después de la entrevista y un café con Mariano; el gesto tan amable, la cercanía de los asientos, el destino común; y el silencio cuando me agaché a limpiar la lengüeta limpia, se quedó a mi lado, lo miré, la luz se puso roja, y se me fue, chau, rumbo a la costanera.
Anoche, cuando dejó que le cortaran el pasaje, lo recibí bien peinada, sin sudor, de uniforme, ¿me habrá reconocido? Después del caramelo de bienvenida, confirmé que estaba al fondo del piso superior, butaca 26, individual. Con el tiempo también aprendí que quienes sacan un asiento individual son precavidos, solitarios, inseguros, soberbios y que, en una de esas, escriben por las noches sobre alguien que genere su atención. Antes de atenderlo, dejé que llamara a los amigos que ocuparon sus días o, dios me libre, balbucee las promesas de siempre a una ex futura ex.
El tonto de Héctor no sabe cómo funciona el dvd y tuve que sacarle el control remoto para callar al león que había empezado sin mi recepción. Como no quería que butaca 26 extrañara el avión, acomodé mi voz con un sopapo al caramelo de miel (quiero mi beso) y dije por micrófono: “buenas tardes, señores pasajeros (hola, butaca 26), este es el servicio suite premium de Transfer Line (es cama, cama, butaca 26), le damos la bienvenida a bordo del servicio con destino final a la ciudad de Buenos Aires (esperame ahí, otra vez), a sus costados tienen las salidas de emergencia (o rompé la ventana y saltemos). Mi nombre es Silvia (pero vos decime Sil) y soy su asistente de abordo, en un instante comenzaré el servicio (¿tres veces digo servicio?) de cena, recuerden que durante el mismo el baño permanecerá cerrado (pero tengo las llaves, bombón)”.
El celoso de Héctor no quiso mostrarme los datos del pasaje así que le diré señor. Tendremos la misma edad y el trato es ficticio. Si nos viéramos fuera de mi trabajo nos tutearíamos y no nos diríamos gracias cada vez que nos respondemos. Así que el señor se va a servir Sprite. Me gusta eso. Champagne en copa de plástico es champán, no combina. Elige una gaseosa que acompaña el gusto de las bandejas de comida. Se nota que tiene hambre (y pancita, pero apenas). De la entrada sólo dejó la lechuga y un dado de ciruela. Supongo que el plato caliente está vacío porque es tan considerado que después del último bocado puso la tapa de aluminio (como un techito, cree en el hogar, en la familia, qué hermoso), envolvió la bandeja en papel film y no se me derramó nada. Así que tanta amabilidad se lo merecía: me fui pisando los tacones, moviéndole mi cintura. Lo mismo hice en el desayuno, pero dormía, todo vestidito, sin las botas, cubierto por la frazada. Me gustó despertarlo, quiero hacerlo todas las mañanas, que sea lo primero que vea, ofreciéndole agua a esa boca sin beso, conmovida por el sueño, balbuceando a la señora de rosa si soy una continuidad onírica o qué.
Entrábamos a la panamericana, el viaje se terminaba. Algo debía hacer. No me importó que mi postura rígida, condición como imagen de la empresa, volviera a tambalear. A la hora del café, le ofrecí azúcar o edulcorante, me respondió café, café, se acaloró por la confusión, y me aclaró azúcar, azúcar. Su sonrisa nerviosa, el desvío de la mirada, todo me dio ganas de comerlo. Iba a tirármele encima pero sólo le pasé el perfume de mi escote con la excusa de retirar la frazada. Llegamos a Retiro y el señor, último pasajero en bajarse, buscó su equipaje. Iba a dejarle unas monedas a Rubén. El desubicado le reclamó un billete. El señor le preguntó para qué era. Rubén me señaló. Fue grande la decepción cuando diez pesos se arrugaron en la palma de Rubén, que venía para aquí, tirándome un beso, alisándose el delantal, tan azul, tan él.