jueves, 18 de junio de 2009

Invierno


A Kiss, Kiss;
y al vino, Toro.

(Por Hipotálamo)
Somos los viejos de la ciudad y el frío nos pertenece. Ya en abril nos abotonamos el cuello y las mangas de la camisa. Pero es en el mes de mayo cuando comienza nuestro reinado. Arrancamos la primera hoja del almanaque, y nos encargamos de las bolitas de nylon de las bufandas. Las pocas horas de luz que nos acarician nos alcanzan para poblar las calles. Yo, como los muchachos del billar, voy acompañado por un bastón de roble barnizado y una mucama de delantal turquesa. Una boina gris cubre mis lunares, una camisa de rayas crema flota en mi torso, un pullover rojo, otro saco a botones, un pantalón de pana, y esos zapatos que muevo como autos en hora pico. Nosotros, los viejos, suspiramos por el nuevo día, chequeamos la respiración, las puntadas ya no asustan, ponemos la pava y encendemos la radio, testigo del despertar (son las seis en todo el país, arriba) y del frío (ocho grados, abríguense).
Las brisas del verano enemigo gozan del aplauso del cine porque remiten a faldas arqueadas, pero se ignora al viento del invierno, burlón contra los encajes de algodón. A mí esa clase de apetito se me fue cuando Pablo tramitó el pasaporte. Aún recuerdo (aún recuerdo) el llanto de Nora en Ezeiza. Y yo, que había cargado una valija con el humor de febrero, recibí un adiós, papá, convencé a la vieja y vengan a visitarme cuando les envíe los pasajes. Después del sello en la tapa dura, quedamos solos, como cuando Pablo era un Pedro o un Jorge. No pasó tanto para que nuestro fiel matrimonio perdiera los fósforos entre botiquines, desvaríos (en Barcelona, Nora, Pablo vive en Barcelona), colas de la caja rápida, y los ceniceros del billar cerrado. Ya los muchachos iban poco. Los puños de tiza; el destino del dominó; lo de siempre, Flaco; todo resultaba una excusa para jugar con el café en la boca y teñir de ocre nuestras uñas. Hasta que el café llegó desde Paraguay y nos mandaron a fumar a la vereda.
El frío nos pertenece pero como dueños que somos decidimos cuándo y dónde aceptarlo. Supimos que no volveríamos al billar cuando el Rengo metió la bola negra y nadie miró el perchero. Otra vez tanto abrigo para amucharse en la entrada, otra vez tanto reojo para que no nos ocuparan la mesa (los del verano no respetan nada), qué vergüenza, vamos. Así fue que encontré a Nora dormida en el sillón de terciopelo, con el canal de deportes, víctima de un síncope. Inútil era que Pablo volviera a la Argentina cuando se habían despedido hace dos semanas y cuando sus papeles no estaban del todo en orden que digamos. Fue un velorio breve, con un poco de vino y todo el humo prohibido, con algunas palabras en servilletas, con el tiempo suficiente para que los sobrinos me dieran el brazo a torcer, para que desde hoy empezara a caminar al lado de esta mucama de delantal turquesa. Se llama Rosario y de vez en cuando me ayuda con los botones.

sábado, 6 de junio de 2009

El asiento

(Por Hipotálamo)
Ocurrió un día como hoy, pero fue ayer. La ciudad corría hacia la calma. El 59, como el 60 y el 61, estaba apretado de cuerpos abrigados. La incomodidad de los apuntes, las mochilas sobre el pecho, los portafolios entre las piernas, las bufandas de la herencia, los exagerados de guante. Subí en la parada de Las Heras y empecé a bailar con los pasajeros cuando cayó la última moneda. Cada vez que el chofer marcaba el freno, una vuelta para acá, otra para allá. Rugió el motor sobre Santa Fe y cerca de la iglesia se despejó el pasillo. Un colectivo repleto después de las seis de la tarde no llama la atención como un asiento libre, al lado del señor de sombrero. Cerca había una mujer con las compras del fin de semana, un poco encorvada. El resto era juventud, pero bien recuerdo que todos parecían cansados. Consulté entre permisos si no ocupaban el asiento. Nadie respondió. El asiento era de plástico, apenas escrito por los estudiantes, nada fuera de lo normal. El señor de sombrero parecía un hombre de trabajo, apenas inquieto, pero cómo no entenderlo. Antes de sentarme a su lado, traté de percibir algún riesgo en esas manos. Su inquietud pasaba por llevar tantas cuadras en la soledad de un doble asiento. Noté que la solapa del sombrero le cubría la mirada hasta que se lo quitó para masajear su nuca. También había jugado con las bolitas de lana y hundió la nariz entre los botones. Confirmé que olía bien cuando corrió sus piernas y me dejó pasar al lado de la ventanilla. Las miradas empezaron a centrarse en mí, no por el jopo ni el bigote sino por la decisión. La hija de la mujer que hizo las compras no se contuvo y al gritarme sufrió el chirlo corrector. Juré que si giraba hubiera visto al resto de los pasajeros perpetuos en mi nuca. Antes de dormir un poco pensé en mandar a todos al carajo. Puse música para tapar las bocinas (una moto, cuando no) cuando el señor respiró aliviado y se paró. Todos empezaron a gemir. Bailaban y gemían. Mi pequeña aliada lloró cuando quedé solo. Nadie más pensó en sentarse a mi lado. Traté de conservar la calma y cerré un poco los ojos. Mi jopo empezó a pegarse en la ventanilla. En cada freno le daba golpecitos con la frente. Cuentan que el vidrio crujió.