lunes, 17 de noviembre de 2008

Presa de tu ilusión


(Por Hipotálamo)
Casi era de día cuando Julián golpeó. Al minuto de trompadas a la madera, balbuceó un “abrime”, Laura se despertó, enroscada en la sábana, con los ojos chiquitos y feo aliento. Se abrió la puerta. El tampoco ocultaba el vaho de humo y ginebra (“La Corona es para los putos”, fue su frase de conquista). Era un macho rancio, de los que cuando ponen un pie adentro revientan los botones de su camisa. Iba por la bragueta cuando se le tiró encima. Sentí que se descuajeringó el sofá, el rechazo y la discusión. Desde hace un tiempo ella le reprochaba sus actuaciones en el bar, donde compensaba el sueldo por una cuenta corriente. No es por defenderlo, pero sé que lo conoció así, después de la obra en la que encabezaba el reparto. El pobre nunca entendió el protagonismo de la relación. Y la última vez ya no fueron juntos al súper. A principios de este mes me habían llevado hasta el departamento del séptimo piso (ahora que lo pienso, no sé cómo habrá subido). Cerca del living estaba yo, muerta de frío, escuchando todo: que te vi con la moza, que tus celos me tienen harto, que los vecinos se quejan, que no querés chicos, que bancate lo que sos, que lucho por mi vocación, que no me cambies de tema porque la moza te llamó, que otra vez con lo mismo, que mostrame los mensajes de texto... Hasta que el bolsillo vibró sin parar hasta vencer el tiro del pantalón. La estúpida recién terminaba con las mesas y quería saber si dormían juntos. Laura chequeó la ortografía, entró a mi cuarto y le tiró con el plato sucio. “Que te lo limpie ella, hijo de puta”, susurró, mordiéndose el labio.
La puerta de entrada sufrió otro golpe, seco, como el hielo. Todo quedó en silencio. ¿Lo dejó? Julián balbuceó más insultos al aire. Ni un sollozo de mi macho rancio. ¡Lo dejó! ¡Solo para mí! Todo este sufrimiento valió la pena: las mañanas en el campo, la mudanza a Liniers, el día que en la ruta casi me violan los de la villa, el manoseo de los guarangos de barbijo, ¡los pinchazos!, las etiquetas que soporté del gerente, un suelo de goma, un techo transparente, el perfume de orégano, la soledad de los primeros días, la adaptación a la misma música de FM, la piel erizada por los bombos de plaza de Mayo, y esa siesta inolvidable, cuando me sentía en el horno hasta que él se acercó, discriminó a las vecinas y me llevó. Ya en su departamento soporté cómo ella le cantaba mientras cocinaba, un escape de gas y algunos ruidos contra el mármol. No importaba. Ahora estábamos los dos. Así que dale, papito (yo sí te digo papito); no toqués, tonto, abrí sin pedir permiso; eso es, sacame, sacudime un poco, así, abrigame en tu boca, yo me banco el alcohol; pero no, no, no hace falta prender el horno, ay, bueno, cómo me calentás; esa es la cremita que venía conmigo, ¿no?, qué feo el patito, sacámelo de encima, no, basta, ya está, la piel se me eriza, cuidado con el muslo, así, así, así no, pará, cerrá que me va a agarrar fiebre; escuchame: ¡Julián, sacame de acá! ¡Julián! Media hora después, me crispé. Todavía respiraba cuando la moza tocó la puerta. Agarró otro plato y al lado me puso cubitos de morrón. Si sabía esto me quedaba con los de la cubetera. Vi en carne propia qué eran los ruidos contra el mármol. Recién después le agarró hambre. Ojalá que las inyecciones hayan sido de hormonas.

2 comentarios:

Saudo dijo...

Excelente historia, amigo. Ahora, ¿Julián es lo que siempre deseaste ser? ja, un abrazo.

Hipotálamo dijo...

el sol es color pollo, roosevelt. pero le temo al pinchazo.