miércoles, 26 de agosto de 2009

Juego de manos


(Por Hipotálamo; viejo y peludo, nomás)

Porque a mí me gustan las cosas claritas como el agua. Desde el ajedrez de parque Rivadavia hasta la pecera del living. Si el alfil no estaba ahí será asunto del rival. En esos casos me quito la suciedad de la trampa con un paño amarillo que remueva la explosión de la pomarola. Cuando las manos se blanquean de lavandina, abro la canilla. El ronroneo de la ducha empaña los primeros azulejos. Corrida la cortina de hule, la soberbia del torso centra el agua entre las tetillas. Se formó una cascada que olvidó los lengüetazos hacia las piernas, crispó la piel de los muslos y erizó la pelusa de las caderas. La ventana del calefón, como una jaula de gatos, parió azules. Basta mi vueltita de bailarina para que desaparezca la marca del jabón. Ya sin los relieves del estreno, esa extensión de la mano empieza a engordar de espuma sobre el pupo. El baño terminaría ahí si fuera como los de la mañana. Pero el vapor de la lluvia sin pausas prolonga la estadía en este cuarto de paso, donde surge la confusión por un cuerpo que no es el mío, por las pompas sobre pliegues olvidados, por las zonas sin nombre como sea que se llame detrás de las rodillas, o de otras desconocidas para el aseo como papada, codos, muñecas y dedos del pie.
Cuando terminó la sobremesa y se sorteó el lavado de platos, un chorro helado cortó el clímax del estribillo y aceleró los pasos para la mudanza en soledad. Se perdería el rumor familiar de la cena, pero la pluralidad del arroz permitiría el ahorro para los vinos que acepten las muchachas. Me gustaría que leyeran en los trenes, cargaran un discreto neceser y alabaran mi pulcritud. Ibamos bien con la compañera de trabajo, aunque sonó precoz al querer enjabonarme la espalda. Suspiré profundo al quitarle las botas. Había pocas luces, el libro abierto en el capítulo siete y un piano para confundir a los vecinos. La besé hasta ponerla en celo cuando agitó su nariz y estornudó. Frunció la cara, exploró mi cuerpo tibio aún y renegó del cuello de la camisa, de las uñas de las manos y de las aureolas. A mí, que me gustan las cosas claritas como el agua, me habían cambiado las costumbres de la higiene. Le expliqué que la boleta del agua me dejaba poco margen para perfumes, que ya bastante tiempo le había dedicado a la superficie en que se basa la primera vista, que hoy quería una novia para toda la vida, que en todo caso vuelva la semana que viene, en una de esas, quién le dice.

1 comentario:

Georgia SinClaire dijo...

las cosas claritas como el agua!!!
suelen ser preciosas, precisas, de grato aroma.. como a agüita de lluvia.
pero a veces lo engorroso suele ser un desafío de develar, y enchastrarse un bonito ritual..
(me gustó el final Araoz, muy buen post)
saluditos-
Georgi.