sábado, 6 de junio de 2009

El asiento

(Por Hipotálamo)
Ocurrió un día como hoy, pero fue ayer. La ciudad corría hacia la calma. El 59, como el 60 y el 61, estaba apretado de cuerpos abrigados. La incomodidad de los apuntes, las mochilas sobre el pecho, los portafolios entre las piernas, las bufandas de la herencia, los exagerados de guante. Subí en la parada de Las Heras y empecé a bailar con los pasajeros cuando cayó la última moneda. Cada vez que el chofer marcaba el freno, una vuelta para acá, otra para allá. Rugió el motor sobre Santa Fe y cerca de la iglesia se despejó el pasillo. Un colectivo repleto después de las seis de la tarde no llama la atención como un asiento libre, al lado del señor de sombrero. Cerca había una mujer con las compras del fin de semana, un poco encorvada. El resto era juventud, pero bien recuerdo que todos parecían cansados. Consulté entre permisos si no ocupaban el asiento. Nadie respondió. El asiento era de plástico, apenas escrito por los estudiantes, nada fuera de lo normal. El señor de sombrero parecía un hombre de trabajo, apenas inquieto, pero cómo no entenderlo. Antes de sentarme a su lado, traté de percibir algún riesgo en esas manos. Su inquietud pasaba por llevar tantas cuadras en la soledad de un doble asiento. Noté que la solapa del sombrero le cubría la mirada hasta que se lo quitó para masajear su nuca. También había jugado con las bolitas de lana y hundió la nariz entre los botones. Confirmé que olía bien cuando corrió sus piernas y me dejó pasar al lado de la ventanilla. Las miradas empezaron a centrarse en mí, no por el jopo ni el bigote sino por la decisión. La hija de la mujer que hizo las compras no se contuvo y al gritarme sufrió el chirlo corrector. Juré que si giraba hubiera visto al resto de los pasajeros perpetuos en mi nuca. Antes de dormir un poco pensé en mandar a todos al carajo. Puse música para tapar las bocinas (una moto, cuando no) cuando el señor respiró aliviado y se paró. Todos empezaron a gemir. Bailaban y gemían. Mi pequeña aliada lloró cuando quedé solo. Nadie más pensó en sentarse a mi lado. Traté de conservar la calma y cerré un poco los ojos. Mi jopo empezó a pegarse en la ventanilla. En cada freno le daba golpecitos con la frente. Cuentan que el vidrio crujió.

1 comentario:

Julio dijo...

Muy bueno, loco. La magia sigue intacta. Un abrazo