martes, 20 de enero de 2009

La Perla del Once (Primera parte)


(Por Hipotálamo)
Las paredes muestran sus venas, así, con los brazos extendidos y los puños apretados. Su revoque se descascara, clama a gritos una caída digna que lo haga polvo y que el viento lo despeine hasta Miserere. En esa plaza de paso duermen los habitués del 60, años en los que la sangre llegaba a los adoquines si uno miraba demasiado tiempo un escote ajeno. Era brava Perla, brava y tetona. Cada noche bajaba del tranvía sobre Rivadavia, entraba como la reina que era, y mientras le acomodaban sus ligas, las pastillas ya jugaban con el hielo de su primer trago. Y del segundo y del tercero, hasta que se velara el rollo. Gambas para mascar, si el pretendiente pecaba con ajillo, alpiste, mi amor. Si supiera Perla que ahí, cerca de lo que ahora es la boca del subte que invita a Primera Junta, Roberto la contempla cada noche, llora su nombre...
Fue su sueño desde la noche que gastó su primer sueldo. Ahí estaba, con un vestido escamado de lentejuelas, brillante entre el decorado de papel glacé. Ahí estaba él, frotando sus manos luego de la última paleada a la pista del Palais de Glace, listo para disfrutarla sobre el escenario que tan cerca le había quedado por el bueno del Flaco, ascensorista y compadre de pensión.
Perla cantaba como sólo lo hace una mujer. En ese castellano neutro. A medida que su pierna derecha se rajaba por el tajo, los boleros detenían el tránsito de la barra, lugar de paso obligatorio para el boleto de salida. La velada en cuestión muchos se levantaron indignados cuando intentó cantar en francés. Le había llegado un tapado de piel a la recepción y la pobre se imaginó entre la burguesía ascendente. Todo fue un fiasco. Como si Edith Piaf cantara “mi Dios, mi Dios, mi Dios”, o como cuando Cat Power entona Angelitos negros y en siete minutos da fe de que alcohol arruina el rouge. Nat King Cole, negro, pero hombre, se salvó hasta ahí nomás con Aquellos ojos verdes, como los de Perla, mi botellita de gin, como pedía que le dijeran antes de hacerlos sentirse únicos por una noche inolvidable (a veces la recordaba un mes después).
Así como el tiempo desnuda paredes, transforma piedras en aplausos. En el hotel Marcone sólo había botellas. Y rumbo a la pecadora volaron una, dos, tres, hasta que fue polvo de astillas. Roberto, más cerca que nunca, se quitó el saco y la protegió detrás de la estufa de hierro. El gesto le valió el susurro: “habitación 20, mi amor”. El puño de la camisa blanca ya era bordó. El Flaco, mientras lo llevaba al cuarto piso, le dijo que el manager de Los Hechiceros le había alquilado una pieza: “la 46, Robertito. Tomá, cambiate y hacé lo que tengas que hacer, pero con cautela”. El héroe amagó con aclarar las instrucciones cuando recibió un guiño, ese que se hacen los hombres si de mujeres se trata.
Pero Perla, dicho está, no era plural. Además de manejar el escenario, regenteaba comisiones por las estudiantes de enfermería que curaban a padres de familia. Un cliente célebre era Edelmiro Lonardi, Lona para todos, un gordo peligroso con el juego, pero fiel hasta que entró al hotel por primera vez. Ahí conoció a las primeras bandas de melodías latinas como Los Caimanes Santiagueños. Koli, el líder, se había refugiado en las vías porteñas después de un par de robos en Aguas y Energía. Los muchachos se llevaban bien hasta que repararon en el escote. Koli lo invitó a la calle. Lona arrugó, tapó las escupidas con el sombrero, y salió una mañana con ganas de volver. Lo haría con un plan. Y el Flaco, antes de cerrar la puerta del ascensor, prometió ayudarlo.