(Por Hipotálamo)
No recuerdo si era de madera, de metal, ni si estaba pintada, la puerta que se abrió para que pasáramos y recién cuando el otro se quedó afuera me di cuenta del abandono y sentí el ruido del encierro. Antes de entrar alcancé a verlo de reojo y noté que nunca nos siguió el paso y cuando movió sus brazos sólo fue para buscar un cigarrillo en el bolsillo izquierdo de su camisa. No llegué a ver el fuego porque yo ya estaba adentro. Creí que iba a lamentar no estar con nosotros, los hombres que pasamos en fila porque la puerta (si es que era puerta) era muy angosta, alta como las de los departamentos de las calles perdidas de los barrios viejos. De algún modo sentimos lo que los escolares cuando van a conocer el cuerpo de una mujer. El valiente o el ignorante pasa primero y el resto se mueve porque el de adelante lo hace y quedará mal quedarse afuera, del otro lado, aunque sea grande y ya fume y los padres no le digan nada o fume tranquilo porque nunca tuvo padres ni una familia ni una prima, esa persona lejana, sólo vista para las fiestas del nuevo año, pero cercana en la identidad sanguínea a quien la sociedad acepta como la noviecita y hasta como ahorro del descubrimiento. Nunca supe qué pasaba si se tenía un hijo con una familiar, si sería aceptado por los clanes integrados por familias ricas de las localidades alejadas de la mugre de las calles pequeñas o de las avenidas acaso más grandes de la ciudad, si generaba una auténtica malformación en alguno de los sentidos del nuevo ser como un labio leporino o algo que el abuelo sospechara para dejar a los corruptos sin herencia. Lo que supe cuando se cerró esa puerta o lo que fuere era que habíamos entrado meneando nuestras mentes y recién levantamos la vista cuando un foco a través de unas rejas ya oxidadas se encendió, y no al instante como la expectativa por qué estamos entrando a un lugar que a ciencia cierta no sabemos qué es, ni siquiera si tiene mujeres que después de dejar nuestro documento al confidente portero del edificio les brinde seguridad a ellas y nos alerte sobre que cualquier mano que no se pague será un crédito abierto al golpe del hermano del portero que es quien regentea a las mujeres que no, que no están, que nunca estarán, a menos de que se abra esa puerta donde desde el otro lado sólo el humo del cigarrillo del que se quedó afuera se cuela por el ojo del picaporte.
El cuarto era ínfimo como el hall donde descienden las personas que toman el ascensor interno del edificio de familias que ocupan el piso y sólo deben preocuparse por los vecinos de abajo salvo que vivan en el primero y puedan golpear el parqué con estatuas de mármol que hayan quedado sin defensa porque los padres se fueron de vacaciones y no avisaron cuándo iban a volver. De una de las tres paredes del cuarto salía un banco de yeso incrustado, blanco, raro como todo lo que empezamos a descubrir a medida que la intensidad de la luz fue alumbrándonos. En lugar de la cuarta pared estaba sí una puerta, abierta, sin picaporte, de madera inflada por la humedad y partida por un puntapié cerca del ángulo. Las costas de la puerta generaban una ola de astillas contorneadas como si hubieran seguido el ritmo de los agudos y no de los graves. Eso si hubiera un enchufe o algo que diera más pruebas de que acá, donde estamos, alguna vez vivió alguien que no tenía un lugar más amplio, le robó el colchón al séptimo inquilino de la plaza y lo dejó dormido en el mismo lugar que lo encontró porque para qué matarlo si ya está muerto desde que las gomas de la bicicleta se pusieron duras y salpicaron restos de goma y de carbono porque la fábrica de cuchillos ya había cerrado y la gente no tenía tiempo para cocinar y todo lo hacía con la mano aunque los humores del tren los llenaran de migas y cuando intentaran convidarle un bocado a la pasajera bonita de la ventanilla que sé que quiere saber lo que estoy leyendo pero todavía no le voy a dar con el gusto aunque insista con mirarme y yo no la mire pero lo sepa porque otra cosa no puede transmitir su respiración, profunda y caliente como si durmiera en la caja de una camioneta con vacas que el matadero las espera y que seguirán el mismo camino que nosotros, en fila, porque el ancho de la entrada no permite otra cosa que avanzar a medida que la de adelante lo hace y sólo habrá descanso cuando la llegada al círculo de tierra y maderas blancas, puestas como si fueran tres cuerdas de un ring de boxeo, permitan el alivio de la salvación y el mazazo a la nuca que desplome las ilusiones y las quejas ya no conmuevan al hijo del dueño del matadero que cuenta el ingreso de cabezas para exportar y luego se sentará en el umbral para hacer cuentas y saber que si vende todo en dos años podrá dedicarse a arrendar tierras y casarse con la heredera del pueblo vecino que nunca, ni esa noche que hizo todo por primera vez para llamar la atención de los padres que estaban en otro continente y cancelaran la última excursión y volvieran en el primer vuelo para correr a terapia intensiva y jurar que nunca más la dejarían sola y pensaran en una empleada por si llegara la invitación al resort al que fue la pareja amiga y generó tanta envidia que mueren por conocer. No, ni ella hubiera pasado al cuarto donde estábamos nosotros. Pero nosotros, en cambio, confiamos en nosotros, tres amigos desde la escuela, acompañados en las largas mañanas que se hacían al escaparse en los recreos o en las eternas madrugadas que fueron esos regresos de bailes lejanos a los que había que ir aunque no supiéramos cómo volver porque una mujer en esos lugares podría significar la salvación económica y una vida dedicada al círculo de finanzas íntimo del padre salvo que la madre no interrumpiera la primera noche que nos quedáramos a dormir; en cuartos separados.
¡Ah, las casas! Esas cajas separadas por concreto, selladas con cartulina y letras gordas escritas con líquido corrector y ositos hasta la primera menstruación y el cambio a las cruces y al silencio después de que algo pasó a la salida; el aroma de la cocina, los licuados de banana, las dudas al sentarse en el almohadón del perro, las desinencias de la radio, la campana que avisaba que alguien entró y la expectativa por saber si aprobó. A nosotros no hizo falta que nos esperaran con los brazos abiertos, que la música subiera y el perro nos lamiera en cámara lenta; hubiera bastado que no estuvieran los otros dos, nuevos vecinos del que estaba afuera que atendía el kiosco que nos permitía pagarle cuando tuviéramos dinero pero que nunca planeó cobrarnos la deuda como a cualquier ama de casa sino con este juego que ya había empezado desde que la puerta, sí, basta, la puerta se cerró, desde que la luz confundió las sombras. La situación fue lo más parecida a una elección para ponerse de pie y darle un beso a esa compañera que hubiera codeado a la compañera con cara de asco aunque nunca fuimos feos y si soportamos el acné fue un costo político que casi todos debieron pagar. El no. El nunca jugó con nadie, siempre debe haberse escudado en la impunidad de su madre, la conserje, que lo escondía bajo su gran falda verde cuando los más grandes buscaban venganza porque les había tirado naranjas. Ahora sacó la navaja con la que las pelaba y generó los primeros choques de torsos. Como si preparara su broma pasaba el filo sobre el pantalón y le quitaba las pelusas que su madre, pobre, ya no alcanzaba a limpiar cada vez que subía la ropa a la terraza (la última vez debió pedirle que tomara el canasto antes de subir los primeros escalones). Jugaba con la cuchilla y supimos que lo hacía en serio cuando su amigo se quitó la remera y lloró por lo que parecían marcas de una enfermedad venérea o sarpullidos con testes y círculos blancos cerca de las tetillas que no cicatrizaron a tiempo y que con esa triste exhibición le daba autenticidad al malhechor pero también era un pedido ayuda. Eramos cuatro contra uno cuando el cuarto se quedó sin luz.
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