(Por Hipotálamo)
Apenas el talón del continente de hojas descansa sobre las croquetas de cielo. Algunas manchas, unas cuantas venas y otros tantos lunares dejan breves espacios turquesas, rendidos ante la desventaja del otoño. Algunos vecinos espían desde la frontera con el silencio cómplice. Tres ojos ofendidos apenas proyectan la sombra de sus córneas; cada tejido de acero pintado a mano coordina las direcciones: suroeste, norte y sureste. Sobre el primero, duerme el gendarme de aduana, abrigado por el frío del interrumpido interruptor de cables y cobres. Sobre el segundo, dos soñadores debaten si la calma de la frontera es genuina o si algún vecino tendrá contactos en el ayuntamiento. Sobre el tercero, más cerca de la boca de entrada, una señora de plumas se percata de las cicatrices que deberá escupir si elige ese país creado por sus siestas.
En todos los casos, la decisión es inevitable: la tomarán ellos o lo hará el tiempo, es decir, las seis o siete horas que demora el intendente del parque en tomar el tren. Los tres dudan. No descansaron como el gendarme. Debían llevar ropas pero el temor al abismo fue más. Si alguien sacudía ese mapa construido por el viento, ¿quién atestiguaría el cambio de texturas? Si el camino no hubiera sufrido pozos ante la imagen, ¿quién hubiera reparado en ella? ¿El cuarto de oscuros jarabes sería una ilusión del olfato? Las frentes se alisaron al llegar el intendente. El gendarme se exaltó y el cromado blanco, prolijo pero artificial, continuará impune. Las ronchas del semáforo durarán mientras los pulmones exhalen quietud. Sólo resta esperar cuándo la lluvia alterará el mapa y el rostro de uno o dos protagonistas.
Apenas el talón del continente de hojas descansa sobre las croquetas de cielo. Algunas manchas, unas cuantas venas y otros tantos lunares dejan breves espacios turquesas, rendidos ante la desventaja del otoño. Algunos vecinos espían desde la frontera con el silencio cómplice. Tres ojos ofendidos apenas proyectan la sombra de sus córneas; cada tejido de acero pintado a mano coordina las direcciones: suroeste, norte y sureste. Sobre el primero, duerme el gendarme de aduana, abrigado por el frío del interrumpido interruptor de cables y cobres. Sobre el segundo, dos soñadores debaten si la calma de la frontera es genuina o si algún vecino tendrá contactos en el ayuntamiento. Sobre el tercero, más cerca de la boca de entrada, una señora de plumas se percata de las cicatrices que deberá escupir si elige ese país creado por sus siestas.
En todos los casos, la decisión es inevitable: la tomarán ellos o lo hará el tiempo, es decir, las seis o siete horas que demora el intendente del parque en tomar el tren. Los tres dudan. No descansaron como el gendarme. Debían llevar ropas pero el temor al abismo fue más. Si alguien sacudía ese mapa construido por el viento, ¿quién atestiguaría el cambio de texturas? Si el camino no hubiera sufrido pozos ante la imagen, ¿quién hubiera reparado en ella? ¿El cuarto de oscuros jarabes sería una ilusión del olfato? Las frentes se alisaron al llegar el intendente. El gendarme se exaltó y el cromado blanco, prolijo pero artificial, continuará impune. Las ronchas del semáforo durarán mientras los pulmones exhalen quietud. Sólo resta esperar cuándo la lluvia alterará el mapa y el rostro de uno o dos protagonistas.
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