miércoles, 1 de abril de 2009

Insomnio


(Por Tálamo)
Las zapatillas no tenían una suela demasiado alta y todo charco de agua que pisé humedeció mis plantillas y mis medias. Igualmente caminé en la madrugada de una noche anaranjada y llorona.
Contaba con un paraguas, y aproveché el desierto de un martes de madrugada por las calles de un San Miguel de Tucumán mojado y de ventosidad fría.
Eran los primeros días de un otoño caluroso en sus días primeros, aunque esa noche pareció instalarse en la atmósfera. El único hombre que vi en más de diez cuadras, dormía dentro del taxi que conduce, acaso, resignado a una noche sin trabajo.
Me agaché para atarme los cordones de una de mis zapatillas y un perro se acercó festivo tal vez creyendo que bajé al suelo con el fin de regalarle algo para comer o una caricia a la que accedí darle.
No había mas ruido que el de gotas precipitándose en el suelo y el de chorros de aguas que por más angostos, en el conjunto de los muchos de una sola cuadra, imitaban el sonido de una pequeña cascada.
Miré las vidrieras y allí estaban inmóviles los maniquíes en su eterna tarea de vender la ropa que no eligieron a gente que ni siquiera los mira. Volví la vista a mis espaldas y ví al perro que acaricié siguiéndome y comportarse alrededor de mí como si ya me hubiese adoptado como nuevo amo. Detrás de él, otros nueve hacen lo propio. El seguimiento me hace sonreír y me doy cuenta que no estoy tan solo como creí.
Sí, a veces me siento un fantasma que vaga en una pampa, y últimamente me comporto como eso que creo y salgo a vagabundear por las calles, y como era vagabundo, diez perros me seguían. Salir a vagabuendear, es una forma de decir que salgo a pensar en “ella”, la “ella” que no está.
En ese momento fue que pensé que el indicativo “ella”, cuando una “ella” a partido, se convierte en adjetivo calificativo.
Cuando la mujer amada está junto a uno, se la llama por su nombre. Cuando se ha ido, se le dice “ella”.
Sin embargo, acaso motivado por el deseo de su retorno, me propuse no llamarla nunca más de esa manera. Porque mi vagabundear tiene fundamento, el de recordarla, el de sufrir, y el de cansarme para poder dormir sin dejar de pensarla, sin dejar de evocarla y sin dejar, claro, de hablarle. Sí, mientras avanzo por las calles, por momentos, voy hablándole. Casi siempre del amor que podríamos proyectar si su distancia no fuera tan decisiva, otras veces, me transporto a un deliberado futuro y “charlamos” de cuestiones que son el presente de ese porvenir.
Volví a casa y dejó de llover. Ya las gotas no se escuchan y la noche parece una nada. Así es que olvidé por ese instante lo mucho que le gustaba la lluvia y las cosas que le provocaba.
El acolchado de mi cama parecía invitarme a su refugio y, suspiro mediante, mis ojos se cerraron. No obstante, vencido el insomnio que se alimenta de su recuerdo y finalmente rendido en mi lecho, ninguna de estas noches, la dejo de soñar.

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