lunes, 27 de abril de 2009

Los domingos un travesti no se afeita


(Por Hipotálamo)
Shulay caminaba sobre el espléndido pabellón de alfombra roja, donde las embajadas presumían sus publicaciones. Los libros de autoayuda saltaban sobre el pabellón de alfombra verde, pero antes un poquito de luces, así, como las estrellas, ¡ah! Tomado del brazo de dos amigos taconeaba sobre sus sandalias y envidiaba las botas de la cajera de Países Nórdicos. Acorralado por autores con diéresis intentaba quitárselos como si de tenistas se trataran. A la derecha y a la izquierda, quijada para acá, quijada para allá, uh, ah, uh, red, alarido en suspenso, aplausos para ellos, celos, desaire, vamos, chicas, ¡vamos! Pero el guarango de Pupé le movió el escote al de vincha que había perdido el punto del set. Cuando la pelota quedó de su lado, estremeció la raqueta contra el suelo y eso enloquecía al círculo de Shulay. El, en cambio, buscaba un hombre de ideas, un productor que lo llevara a los teatros de Corrientes, como al ex compañero de rondas que ahora salía en las revistas, en esas páginas que construían su archivo visual. Vio a un hombre canoso entre los estantes de Suecia. Era un perfil familiar, el traje de marinero, el cuerpo sobre la pierna izquierda, la derecha flameante y un libro en las manos. Si supiera quién era Beckett se le hubiera acercado. Escenas de ese tipo hacían a la obra de Shulay, con la incertidumbre de la continuidad, y de un final abrupto, o no. Como cuando dos alemanes tomaron grandes helados de frutilla. ¿Ordenaron esos gustos por elección o por ignorancia del idioma? O como cuando a un hombre se le cayó una moneda y no se agachó inmediatamente a recogerla. ¿Esperó que terminara de repiquetear sobre el suelo? ¿La levantó? O como cuando lo atormentaba el canje de favores al parrillero de la costanera y salía a bajar la panza con auriculares a todo volumen. ¿Lo piropearían los gendarmes?
Shulay era Shulay desde el viernes a la tarde hasta el último turno del sábado. Los domingos eran su día de descanso, con el pelo recogido, a veces escondido por una boina, el explotado rostro lavado con jabón, cabos alrededor de la mandíbula, la pupera firme en no ceder, los jeans que confirmaban que se llamaba Julio y las sandalias de goma, ah, una bendición después de una noche de mala muerte. Fue Pupé el que lo invitó a caminar por las calles de Palermo, con ropa atrevida, así no, nena, que parecés una abuela con resaca, así, dejame a mí, un poquito más subida la pollera, ¿pero no te afeitaste? No podía haberse pasado la maquinita hasta que no renunciara. Hacía calor durante la semana en la obra. Recién iban por la segunda semana de trabajo, el arquitecto había sido cruel con los plazos, y la transpiración de los muchachos corría como el rumor. En la presentación, Julio pidió que lo llamaran Juli. Se trataba de una letra, sólo una, pero entre albañiles era un mundo. Las sospechas del tucumano empezaron a tomar cuerpo cuando el sol golpeaba fuerte y el raro cayó con los shorts muy shorts. El patrón pedía armonía y no atendía observaciones de gente grande, che. Se cumplió el primer mes de trabajo, algunas mucamas del barrio ya coqueteaban con los muchachos, y la mayoría esperaba el gran asado del viernes. El perfume a madera y carne olvidaba el del ripio cuando empezaron a llegar bidones de gaseosa, soda y algunos vinos escondidos. Lluvias de sal caían sobre los cortes y la bolsa de pan se vaciaba. Julio se espantaba por la voracidad, pensaba en la presión, pobre mamá, se le iba por las nubes, así que voy a pedirle un poco más sequita, le quito la grasa cuando nadie me vea, y listo. Quedar bien parado después de un asado entre albañiles le recordaba a la vez que lo mandaron al arco. Aquel enero se torció un par de falanges; esta vez llegó Betty con las verduras recién enjuagadas y pidió ayuda sin esperanzas. Shulay levantó las manos. Acá, Betty, vení, vení que armamos la ensalada.

miércoles, 15 de abril de 2009

La boluda




(Por Hipotálamo)
Desfila por un hall a gas. Naranjas cuelgan del bolsillo. Capas de glacé parchan pliegues. Tres colores y dos salpicones coronan la inspiración. El living cerró a las 2. La heladera se deprime. El bronce sostiene la luz. Tachos para un mural, gorros de papel, pinceles explotados. El mural se va con la lluvia (la heladera lo envidia). ¿Chocan las rodillas? ¿Hola? ¿Chau? Al fondo del fondo no llega señal. Bata de leopardo, cutículas torcidas, bastones de humo: ¡tenemos un collage!

miércoles, 1 de abril de 2009

Insomnio


(Por Tálamo)
Las zapatillas no tenían una suela demasiado alta y todo charco de agua que pisé humedeció mis plantillas y mis medias. Igualmente caminé en la madrugada de una noche anaranjada y llorona.
Contaba con un paraguas, y aproveché el desierto de un martes de madrugada por las calles de un San Miguel de Tucumán mojado y de ventosidad fría.
Eran los primeros días de un otoño caluroso en sus días primeros, aunque esa noche pareció instalarse en la atmósfera. El único hombre que vi en más de diez cuadras, dormía dentro del taxi que conduce, acaso, resignado a una noche sin trabajo.
Me agaché para atarme los cordones de una de mis zapatillas y un perro se acercó festivo tal vez creyendo que bajé al suelo con el fin de regalarle algo para comer o una caricia a la que accedí darle.
No había mas ruido que el de gotas precipitándose en el suelo y el de chorros de aguas que por más angostos, en el conjunto de los muchos de una sola cuadra, imitaban el sonido de una pequeña cascada.
Miré las vidrieras y allí estaban inmóviles los maniquíes en su eterna tarea de vender la ropa que no eligieron a gente que ni siquiera los mira. Volví la vista a mis espaldas y ví al perro que acaricié siguiéndome y comportarse alrededor de mí como si ya me hubiese adoptado como nuevo amo. Detrás de él, otros nueve hacen lo propio. El seguimiento me hace sonreír y me doy cuenta que no estoy tan solo como creí.
Sí, a veces me siento un fantasma que vaga en una pampa, y últimamente me comporto como eso que creo y salgo a vagabundear por las calles, y como era vagabundo, diez perros me seguían. Salir a vagabuendear, es una forma de decir que salgo a pensar en “ella”, la “ella” que no está.
En ese momento fue que pensé que el indicativo “ella”, cuando una “ella” a partido, se convierte en adjetivo calificativo.
Cuando la mujer amada está junto a uno, se la llama por su nombre. Cuando se ha ido, se le dice “ella”.
Sin embargo, acaso motivado por el deseo de su retorno, me propuse no llamarla nunca más de esa manera. Porque mi vagabundear tiene fundamento, el de recordarla, el de sufrir, y el de cansarme para poder dormir sin dejar de pensarla, sin dejar de evocarla y sin dejar, claro, de hablarle. Sí, mientras avanzo por las calles, por momentos, voy hablándole. Casi siempre del amor que podríamos proyectar si su distancia no fuera tan decisiva, otras veces, me transporto a un deliberado futuro y “charlamos” de cuestiones que son el presente de ese porvenir.
Volví a casa y dejó de llover. Ya las gotas no se escuchan y la noche parece una nada. Así es que olvidé por ese instante lo mucho que le gustaba la lluvia y las cosas que le provocaba.
El acolchado de mi cama parecía invitarme a su refugio y, suspiro mediante, mis ojos se cerraron. No obstante, vencido el insomnio que se alimenta de su recuerdo y finalmente rendido en mi lecho, ninguna de estas noches, la dejo de soñar.